El metate

En la orilla bebo el agua fresca, sorbo a sorbo relajo mis tendones siempre prestos al salto ante cualquier ruido sorpresa dentro del ramaje. Las percibo húmedas, frías, al aferrarme a ellas puedo lidiar con la corriente del río, aun siendo pequeñas contienen su fuerza, es diferente al barro de los morichales. Francisco eligió el camino, yo lo llevo. Once pasos de río entre una hacienda y otra. Hoy tomó el camino más largo. Atentos al rugir del río, indicador de cambios por venir. Corriente arriba pasamos entre las dos montañas, La Puerta le dicen, entro a la parte más honda y debo emplear todas mis fuerzas para desviarme del remolino del centro, por un costado las postreras piedras de grandes lomos negros, nos protegen de las rolas arrastradas como flechas. Al cruzar el umbral las sombras desaparecen, una atmosfera aceitunada deja pasar algo de aire fresco. El jalón de Francisco para contenerme me alerta, hemos llegado al lugar. A su mujer le gustan las piedras para acariciarlas, de vetas rosas, ambarinas, verdes o, las que como un cofre contienen un caracol. “Misterios del mar, Maya”. Él busca algo especial para ella, símbolo de su incondicional amor, una piedra. “Ayúdame Maya, tu siempre las adviertes primero” le escuche decir al recostarse sobre mi cuello. Bajé la cabeza, clavé la mirada y hasta mi cabellera entró en el espejo de agua, reflejó mi ojo redondo y grande. Allí la vi, larga como un papelón, me detuve, Francisco la tomó y silbó contento. “Tal vez la perdió un indio. A estas piedras se les modela de tanto quebrar granos sobre otra piedra de forma cuenca, como vientre de morrocoy macho, fíjate bien, esa debe estar por aquí cerca”. Resoplé asistiendo y con mi casco señalo, ¡clop! ¡clop!, a la compañera.