Solo mi madre y unos pocos vecinos han acudido a su última cita conmigo. Ahora, cuando ya no puedo sino mirarlos -aunque ellos no a mí- y escucharlos -sin poder ser oído- percibo claramente sus gestos, sus emociones, sus miradas, sus sentimientos. Estaban ahí. Siempre estuvieron ahí, pero mi ceguera fue mayor que la distancia que nos separaba.

Antes de que terminen la ceremonia, me alejo de ellos, abandono el camposanto y recorro -ahora sin esfuerzo alguno- los caminos tantas veces transitados mientras las memorias de mis acciones me aplastan con su peso.

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Miro con atención a mi alrededor. ¡Cuánta belleza! ¿Por qué antes no tuve conciencia de tantas cosas?

¿De qué me sirve comprenderlo todo hoy cuando es imposible enmendar mis errores y mi vida toda?

¿Cuál vida? Ahora es muy tarde.

Continúo mi camino hacia mi casa. Reconozco los lugares amados, los espacios que habité. En mi viaje de retorno, tropiezo con las personas que formaron parte de mi historia, las que me ayudaron a formar mi carácter, las que ejercieron influencia en mí, las que amé y las que me amaron, las que ignoré, las que desprecié, las que me rechazaron. Ni unas ni otras asistieron a mis exequias. Evidentemente no tiene ninguna diferencia que me hayan profesado un sentimiento u otro. Ninguna parecía lamentar mi partida.

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