Estos últimos días he recorrido mi ciudad desde sus periferias, nunca adentrándome a sus entrañas como antes hacía, pues Caracas es una ciudad que se camina, es también desde las periferias que se puede ver mejor y más imponente su altísimo norte que además descontextualiza lo que pueda estar pasando en cada esquina dentro de la caótica urbe. Yo he decidido llevarme sus paisajes y la miniatura que no incluye los dramas que todos viven dentro de cada esquina, conozco la situación pero el último cuadro de la ciudad que tanto veo, prefiero que sea su montaña y naturaleza mientras la recorro.
Caminar Caracas es andar de frente, a veces voltear, acelerar el paso y luego frenar, olvidarnos de la paranoia que quizás un motor de moto la aumenta en la siguiente esquina es subir las transversales de todo Chacao —o cualquier zona por encima de las principales avenidas— en la mañana y bajarla a altas horas de la tarde casi noche con un paso más rápido. Caminar Caracas es a veces bailarla a ritmos que tú no decides pero tampoco sabes quién pone la música en esa fiesta diaria que llamamos cotidianidad.

El majestuoso norte ya ha vuelto algo cliché nuestra cotidianidad, desde casi cualquier punto puede observarse un pedazo de su cerro, aún así, si la foto no es sobre el Ávila directamente, puede disiparse un poco su imponente presencia. En este caso, este relato, hablo de los caminos. Allá en el lejano horizonte está el gran norte que claro que quiero llevarme como recuerdo, aún así, más me impacta el camino recorrido en las calles de esta ciudad, la experiencia en ver los rostros de sus múltiples ciudadanos que habitan en el mismo espacio o en tan pocos metros y pueden haber brechas culturales que si ponemos noventa grados al piso medirían más que el mismo norte que a ambos los vigila. Es increíble. Caracas, eres increíble. A veces no sé si para bien o para mal pero eso eres increíble.