Un demonio me persigue.

Me acosa día y noche, apretando mi corazón.
No me atreveré a usar
la metáfora de la enredadera de espinas
para no ofender a Nuestro Señor.

Antes de tomar los votos
y recluirme bajo la protección de esta Fe
mis energías y mi hambre
se debían a una mujer
que invadía mi mente.

Al igual que todos los mozos,
le pretendí.
Le regalé las flores más hermosas
y, al tener algo de cultura,
las más hermosas palabras.

¡Qué infructuosos fueron esos esfuerzos
y qué infantil fui al pensar que ella
era la única merecedora de tales!

Ahora, en mis postreros años,
mi cuerpo avejentado
me ruega con proveerle
del estímulo carnal.

La sensación de haber renunciado
malcriadamente a algo importante
no deja de flagelar mi carne.

Al principio, pensé
que se trataba de un Súcubo
o peor, de un Íncubo
que me había elegido a mí,
de todos los beatos solitarios
del monasterio.

La doncella de mi juventud
no era la única,
ni la más hermosa o inteligente.
Sólo era un rechazo
que bien podría haber hallado
consuelo
en otros brazos merecedores
de mi anhelo.

Me refugio en la soledad.
No quiero que mis hermanos sepan
de mi debilidad
y mi arrepentimiento.