El agua adoptó el color de las nubes. El sol, esperando su turno para salir, debía dejar que la luz blanca permaneciera completa hasta el fin del lamento celestial.

Los humanos grises, tenían un deber que cumplir por lo que tomaron sus paraguas y salieron al campo a enfrentarse a la realidad. No todos contaban con este dispositivo así que algunos recibieron las gotas frías e incoloras que, al contacto con las prendas de vestir, son succionadas haciendo las capas de tela más pesadas sobre los cultos hombros nipones.

Los fríos vientos y sus dioses nativos contemplan a los varones recorriendo el espacio de la plaza. Sus zapatos elegantes les hace peligrar su estabilidad sobre el mármol húmedo. El aliento que surge a través de su respiración y sus palabras ambiguas son las únicas muestras de calor.

Los maletines están ahí por utilería: la información pertinente flota en el aire y viaja hacia los oídos destinatarios. Los verbos de uso cotidiano sufrieron cambios semánticos que harían temblar a los novatos en el idioma del país insular.

Los mensajes fueron entregados. Los hombres abandonan la plaza cada uno a su ritmo y a su tiempo. Las nubes de lluvia son empujadas en dirección sur-este, llevando su carga a otras orbes.

El sol se abre paso en el firmamento, exigiendo las cuotas de color que debía cobrar ese día pluvial.

Un hombre, ataviado con ropas casuales, llega a la plaza vacía. Mira a los lados esperando ver a alguien o algo, o tal vez, anhelando encontrar una pista de lo que ocurrió minutos antes.

Pagará caro no saber leer entre líneas.

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Poemas | Michel Desvigne