El enigma de Baphomet (189)

in #spanish6 years ago

El hábito de benedictino, que guardaba en la Atalaya desde que me lo arrojó Roderico por encima de la tapia, no estaba muy presentable: le había quemado la bastilla hasta media pierna y el resto lo tenía aburado de tanto calentarlo para envolverme los pies en las noches más frías. Un día en que lo puse a secar colgado de un palo, después de haberme protegido durante la ventisca de aguanieve, había perdido el color del tinte. Me lo coloqué encima de los atavíos que llevaba puestos. Con el hábito raído y las alforjas pasaba por ser un fraile mendicante, no obstante, arrebañé lo poco que me quedaba: dos manzanas y unos puñados de nueces y avellanas.
Durante el tramo entre la Atalaya y el monasterio, avanzaba gracias a los resbaletes ya que, de por sí, las piernas se encogían perezosas queriendo retroceder a cada paso que daba.
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Todavía no me había espabilado totalmente de la modorra que me adormilaba.
Paré un momento a inflar las costillas —menudo susto—, para ceder el paso a una osa que se dirigía con su osezno hacia el camino.

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(Foto tomada de: https://www.google.com/imgres?imgurl=https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/2/2a/Brown_bear_%2528Ursus_arctos_arctos%2…)

Súbitamente, al ver los animales de frente, se me desentumecieron los músculos. Por si acaso, trepé hasta la copa del árbol más cercano. Al llegar arriba sentía las piernas como si me pincharan con agujas. El brasero de la noche en la atalaya no había sido nada bueno. Mejor hubiera sido soportar algo de frío.
Al pasar de largo las fieras, ni siquiera olisquearon la corteza del tronco al que me había subido. Tenían los ojos turbios y el caminar cansino y enfermizo. Me resultó muy raro verlos, en este tiempo de nevadas, fuera de la madriguera donde pasan el invierno durmiendo. Al no experimentar ni el más mínimo peligro, me acordé del famoso santo de Asís apaciguando fieras con sus bendiciones y sonrisas,
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y les dije en alto: “adiós, hermanos osos”; y ni siquiera miraron hacia atrás por ver quién los despedía.
Seguí bajando hasta las tapias, y todavía mis huellas se conservan desdibujadas en la nieve. Antes de rodear todo el recinto del monasterio para llegar a las puertas, he permanecido y permanezco aquí sentado, escribiendo en esta losa, esperando un largo rato, hasta que la campana toque a laudes dentro del monasterio, pensando lo que haré en caso de que no sea Roderico quien me abra.
Por un momento me he ensimismado pensando, envuelto en este frío, y me asaltan, a estas alturas, toda clase de dudas. Dudo si seguir adelante. Me asuela la incertidumbre: ¿me aceptará Gelvira después de que mi intención fue matarla? ¿Cómo me va a admitir después de tal locura? Lo que sí es cierto —y me lo digo en lo más profundo de mis fueros internos— es que la quiero y daría mi vida por ella y estoy arrepentido profundamente de haber matado a su hermana. Ahora la recuerdo; estoy viéndonos con el candor de niños, después de haber vuelto tan triste del puente Valimbre, tan triste cuando —pobre de mí— quería enseñarte algo, Gelvira. Y te estoy hablando como si estuvieras aquí presente: quería enseñarte lo que eran dos pollitos gemelos. Tenías que haberme dicho que tenías una hermana gemela, ya que ni por la imaginación más remota podía pasárseme. Pero no te reprocho nada, Gelvira mía. ¿Qué habría de reprocharte, si te quedaste paralizada pensando en que te habían separado de tu hermana, a quien más querías, desde muy niña? Por si no me aceptaras y ni siquiera quisieras verme, dejo estas líneas escritas para que sepas lo que siento, y acepto resignado y arrepentido lo que tu voluntad me asigne. Si así fuera, no me despido, pues, aunque tú me deseches, yo nunca podré amar a otra persona, y te tendré presente siempre en mi pensamiento por muy lejos que marche. Quisiera decirte cosas bellas, recitarte versos y que me respondieras con tus canciones y danzas, pero con estas pintas de fraile mendicante y aterido de frío, no me podrían salir de mis labios más que dos palabras, créeme: “¡te quiero”, Gelvira de mi vida!
También estoy pensando si seguir cargando con todos los pergaminos. Creo yo que mejor será descargar peso. Hasta llegar a la casa de Rechivaldo, sabe Dios por qué andurriales tendré que meterme y cuánto se prolongará el periplo. Nunca se sabe. Además, en la biblioteca del monasterio, entre miles de legajos, será el mejor lugar para guardar, ocultos, tanto los escritos de Roderico como este último mío que ahora escribo y tengo entre las manos. También Roderico podrá proporcionarme algunos más en blanco.
Qué duda tan terrible la mía. ¿Voy a enfrentarme con dos dagas y una alforja al poder del Rey Fernando IV? ¿Seré capaz de arrebatarle a mi hijo? ¿Seré capaz, disponiendo el Rey de un ejército para aniquilarme de un plumazo? ¿Qué digo yo? ¿Disponiendo de todo el reino? Este machaqueo constante en mi cabeza abate la decisión intrépida que había tomado de seguir firme en mis propósitos. Hijo mío: Si no logro rescatarte y no te veo más, quiero dejar por escrito que eres mi hijo y proclamar a estos montes que pongo por testigos que, aunque legalmente te hayan hecho hijo del rey, eres de Gelvira y mío. ¡Mi niño! Serás Victor Alejando Castrillo Núñez Osorio, por muy Alfonso XI que te llamen. Después de haberte tenido en mis brazos ¿por qué te abandoné en el gallinero envuelto y embadurnado en la untura de tus lágrimas? No puedo respondérmelo. No me acuerdo de lo que pensaba en aquel momento. Si fracasara en el intento de encontrarte y no volviera a verte, quiero pedirte el más profundo perdón por haber cometido contigo la mayor crueldad que puede cometer un padre con su hijo y haber sido un cobarde, por no haber dado todo, incluso la vida, por cuidarte.
Ya se oye cantar el último salmo de laudes, me voy hacia la puerta a ver quién sale a abrirme.