Cada verano antes de comenzar el nuevo año escolar, mis primos, mi hermana menor y yo pasábamos la última semana de las vacaciones en la casa de mis abuelos. Vivían a las afueras de la ciudad en una pequeña casa muy hogareña en medio de una parcela llena de sembradíos y animales. Nos encantaba pasar ese tiempo allá puesto que mis abuelos nos organizaban paseos a caballo, fogatas, pijamadas, la verdad no alcanzaban los días para tanta diversión.

  Rosanne, la mayor de 6 primos, le dijo a mi abuelo que nos llevara a acampar al patio trasero en vez de hacer una pijamada dentro de la casa como lo hacíamos cada año, pero él excusó su negativa con qué habían muchos animales rastreros y era peligroso dormir allí, después de tan convincente respuesta ninguno volvió a insistir en el tema.

  La parcela era bastante grande, y habían sitios a los que no nos permitían ir por la lejanía y porque habían pequeñas quebradas que a veces se crecían con las lluvias. El limite lo marcaban unos árboles de guayaba que dividían el patio de la casa con la construcción de una pequeña cabaña para trabajadores. En la misma zona había un viejo baño de madera, que estaba en desuso desde hace algunos años, era un poco tenebroso, pero era el escondite predilecto de los más grandes que además corrían más rápido cuando de jugar a las escondidillas se trataba.

  Había llegado el último día en casa de mis abuelos, esa noche hacíamos la fogata, mi abuelo charrasqueaba su guitarra y mi abuela nos preparaba aperitivos deliciosos, era mi parte favorita de nuestro pequeño campamento, un compartir lleno de cancioncitas, dulces y mucha diversión, todos esperábamos con ansias la fogata.

  Esa tarde mientras mis abuelos preparaban todo para la gran fogata mis primos y yo disfrutábamos la tarde entre juegos y carcajadas, decidimos jugar a las escondidillas antes de irnos a duchar. Yo era una de las más pequeñas en estatura y no corría mucho, por lo que nunca lograba esconderme entre aquellas maderas viejas, pero los más grandes decidieron entrar a la casa para ayudar con los preparativos y no estuvieron en la última tanda, esta vez seria mi oportunidad.

  Y así fue, cuando terminaron de contar pegué la carrera y llegue de primera al baño, el mejor escondite por fin lo había conseguido yo. En silencio y en cuclillas detrás la puerta, escuché a mi hermana gritar seguido de varios golpesillos en la madera. —El escondite es mío le susurré. —Dejame entrar –Sollozaba. Luego de algunos segundos y en vista de que no desistía abrí la puerta pero cuando lo hice ella ya no estaba allí. De pronto el cielo se nubló, escuché un par de truenos retumbar, y detrás de ellos empezó a caer una lluvia inclemente, no había nadie por allí, me congelé, las lágrimas corrían por mis mejillas, sentí tanto miedo que no podía correr o pedir ayuda, pasaron varios minutos hasta que mi abuela vino hacía mi corriendo, sostenía un paraguas y me preguntaba desesperadamente por mi pequeña hermana pero yo no pude responderle.