Josef K se saca el pasaporte
La mayoría de la gente en el mundo debe de considerar que la burocracia de su país es la peor. Yo no seré la excepción. Un viejo chiste asegura que si Kafka hubiese sido venezolano, habría sido un escritor costumbrista.
La situación ha empeorado en los últimos años. Tanto que los venezolanos –a riesgo de que nos acusen de hiperbólicos y conspiranoicos–, nos hemos convencido de que la excesiva complejidad y lentitud de los trámites burocráticos ya no es un asunto de simple ineficiencia, sino una política de Estado, destinada a mantenernos ocupados con procesos interminables para que nunca intentemos el asalto al castillo.
Emigrar de este país, incluso para quienes históricamente nos hemos negado a esa opción, toma cada vez más la cara del futuro. En el transporte público, las conversaciones de la gente suelen girar en torno a: “Fulano se va, Fulano se fue, Fulano no se pudo ir”.
Precisamente la emisión de pasaportes es uno de los ámbitos en los que se aprecia mejor nuestra pesadilla kafkiana.
Hace más de un año se me venció el pasaporte. Hice el trámite regular: me registré en la página web, solicité una cita, me dirigí a la oficina local del servicio de identificación, hice una cola (fila), me tomaron los datos y esperé que me entregaran el documento.
Así pasó un año.
Cuando me convencí de que no iba a lograr nada por esa vía, me decidí a solicitar el pasaporte “exprés”, teóricamente indicado para casos de urgencia. Para eso, necesitaba solicitar nuevamente la cita por Internet (a Dios rogando y al botón de “Actualizar” dando, porque la página web no funciona la mayor parte del tiempo) y hacer un pago con tarjeta de crédito (sí, sí, todo muy democrático).
No tengo tarjeta de crédito, así que solicité una. El banco rechazó mi solicitud porque tenía la cédula (el documento de identidad) vencida.
Volví a la oficina local del servicio de identificación. Hice una cola de cinco horas. Cuando llegó mi turno, la señorita que atendía me informó que, por alguna razón, el servicio de identificación no permitía hacer dos trámites a la vez y, dado que yo tenía en curso el trámite del pasaporte, había perdido mi mañana.
Me encontré, pues, en esta situación perfectamente kafkiana: 1. Para terminar de tramitar mi pasaporte, necesitaba una tarjeta de crédito. 2. Para obtener la tarjeta de crédito necesitaba renovar la cédula. 3. Para renovar la cédula, necesitaba terminar el trámite de mi pasaporte.
Pregunté, en la misma oficina local, qué debía hacer para anular el trámite del pasaporte. Me dijeron que fuera a la oficina central.
Fui a la oficina central. Hice otra cola de seis horas únicamente para preguntar (había una cola específica para eso). Cuando llegó mi turno, me dijeron que llamara a un número telefónico.
Llamé al número indicado. Me dijeron que debía acudir a la oficina local. Situación kafkiana número 2.
Escribí a la cuenta de Twitter del servicio de identificación exponiendo mi caso. Silencio.
Cuando ya me resignaba a salir del país en balsa, el servicio de identificación creó la opción de prorrogar la vigencia del pasaporte vencido. No era la opción ideal (la prórroga solo dura dos años) pero parecía más fácil que renovar el pasaporte. Hice este nuevo trámite, con una tarjeta de crédito prestada, ¡y funcionó!
Terminado el trámite del pasaporte, me dispuse a renovar la cédula. Hice nuevamente la cola –esta vez solo duró cuatro horas, pues tuve la previsión y la posibilidad de ir al lugar a las cuatro y media de la madrugada–, me tomaron la foto y me dispuse a esperar que me entregaran el documento, cosa que ocurriría, según decían, la semana siguiente.
Sí, adivinaron: el documento no estuvo listo la semana siguiente. Ni la otra. Ni la otra.
Inesperadamente, el gobierno anunció un operativo especial de cedulación, probablemente en relación con las elecciones presidenciales irregularmente adelantadas. El operativo se realizaría en muchas de las principales plazas de la capital (por ejemplo la plaza Caracas, la plaza Los Símbolos, la plaza de La Candelaria) y en otras, no especificadas, del resto del país.
En vista de que en la ciudad donde vivo no parecía haber ningún punto de cedulación, me dirigí a la plaza Los Símbolos, que de las especificadas en la capital, era la que me resultaba más accesible.
Ni rastro del operativo.
Me dirigí a la plaza de La Candelaria.
Ni rastro del operativo. Ya comenzaba a preguntarme si los operativos de cedulación ocurrían en alguna especie de realidad alternativa.
Me dirigí entonces a la plaza Caracas, que era la única donde sabía con certeza que el operativo estaba funcionando. Como era de esperar, la cola era monstruosa.
Mis vecinos de cola bromeaban. “La próxima vez que me roben, le diré al malandro: ‘¡Llévate mi dinero, mi teléfono, mis zapatos, lo que quieras, pero no te lleves mi cédula, que no quiero volver a hacer esta cola!’”.
En la misma cola, una señora le dijo a otra, que tenía un niño consigo:
"Tu hijo sí es tranquilito. El mío estaría súperinquieto".
La madre respondió:
"Así son los niños nuevos, los niños de ahora –pensé que iba a salir con aquello de los niños índigo, pero… –. Ya están acostumbrados a las colas".
Ocho horas después, unas señoritas muy amables me entregaron el pedazo de papel plastificado que era mi nueva cédula de identidad. Ya era de noche. Yo estaba cansado e insolado, pero también feliz y “documentado”.
Ahora estoy descansando, disfrutando de este asueto de carnaval. El próximo miércoles volveré a la rutina.
–¿A la rutina del trabajo?
A la rutina de las colas. Aún me falta tramitar dos documentos más.