Aquí está mi niño, al fin.

Ella trató de convencerte. Cada fin de noviembre ofiuco lazaba las luces; cobraba la existencia negada por las astronomías humanas: un vacío que extraviaba las naves. Los navegantes inventaban historias; el misterio del mar casi las refrendaba.

Ni siquiera dudaste. Zarpaste, arrastrándola a ella y al pequeño contigo. Fuiste un perro tras la huella de la muerte.

Hoy el ocaso prepara una noche sin estrellas, sin luna. Sabrías de qué se trata si la hubieras escuchado. (Quizá recordarías.)

Habías estado aquí, solo y huérfano, tus ojos entallando esta porción de tierra, tótem del abandono. Tu primera infancia condenada, echado del Edén de tu padre. Recuerda.

De nuevo has naufragado. Aún resuena en la cubierta ruinosa mi estrépito, “la voz del diablo”.

Tu hijo ha llegado a mí. Sus reflejos inocentes demuestran que los neonatos no temen como debieran, pues les es ajena la mengua. Su respiración, acompasada por el vaivén marino, se aferra en una siesta intermitente que ya ensaya la muerte.

Ahora mismo la oquedad engulle la playa. Detrás de la luz fugitiva, me aproximo a la orilla y me encimo sobre mi niño, tu hijo.

Acaricio su fontanera tibia. Me adentro por los orificios lentamente, con cuidado de no ahogar el llanto. (Sufre mucho, sí.)

Nada queda en esta isla ignota, dejada de Dios. Solo yo, la oscuridad inquieta que acude al silbido nocturno, escabullendo sus sierpes.