Primer movimiento (Cuento. 2 de 2)
A la mañana siguiente nadie fue a la escuela. Tampoco a trabajar. Fui consciente de la extrema anormalidad de ese día cuando me desperté a la hora que me dio la gana y encontré a todos reunidos. Nadie había salido. Era inaudito. La sorpresa fue tan grande que no me permitió preguntar nada, y nadie se molestó en darme explicaciones. Todos parecían muy atentos a un suceso inminente. Yo los miraba extasiado mientras desayunaba, incapaz de comprender tantos desarreglos y violaciones a la cotidianidad familiar.
Terminada mi comida, me dirigí a la puerta; desde su umbral podía contemplar un primer plano de los árboles de mango iluminados por el sol de media mañana, un poco más allá la carretera cortada longitudinalmente por un línea blanca como una serpiente ancha y plana que la recorriera en toda su extensión y, como fondo parco pero no desprovisto de grandeza, la sabana. Pero en ese momento no fue el paisaje habitual lo que atrajo mi atención, sino un camión del ejército que acaba de estacionarse frente a nuestra residencia. Mi padre, que también lo había visto, gritó:
—¡Muchacho, quítate de la puerta!
Corrí hasta el cuarto de mis padres y, subido a la cama, contemplé por la ventana cómo llegaban dos, tres, cuatros camiones repletos de soldados magníficamente armados. Se escucharon gritos autoritarios pero amortiguados por la distancia, y los soldados comenzaron a saltar de los camiones desparramarse entre las calles y casas.
—¡Ya vienen, ya vienen!— grité, confundidos el temor y el alborozo.
Era cierto que venían, al menos uno, que ya se encontraba con un pie dentro de nuestra casa. Mi familia se había vuelto súbitamente silenciosa. Más que temor, parecía flotar en el aire un pesado olor a vergüenza, a humillación. Fue entonces cuando miré el rostro del recién llegado —hasta entonces había estado fascinado por el uniforme y el reluciente fusil—: era apenas un muchacho, demasiado blanco y pecoso, feo; las gruesas gotas de sudor que corrían por sus mejillas eran producto del temor y la indecisión: resultaba claro que estaba aterrorizado. Sus pequeños y verdes ojos se movían desaforados, barriendo todos los rincones de nuestra sala-comedor que, bien mirada y sin prejuicios nostálgicos, era más bien pequeña y de escasos muebles.
Sin articular palabra y con pasos torpes se dirigió a la cocina. Yo lo seguí sin que nadie hiciera algo por detenerme. Una vez allí, me pareció que se relajaba un poco, respiraba con más libertad, quizá porque era sólo yo quien lo miraba. En forma por demás repentina y brusca pareció recordar sus deberes bélicos y de dos zancadas se plantó frente a la nevera, abrió con ímpetu la puerta e introdujo el cañón de su arma en el frío interior.
Fue algo bochornoso y lamentable para la dignidad militar. No había guerrilleros ocultos, pero sí un frasco de salsa de tomate mal colocado. El cañón del fusil chocó contra una de las parrillas de la nevera, la salsa tembló, osciló y cayó desde ochenta centímetros de altura, estrellándose en muchos pedazos, con un estrépito en verdad injustificado, dejando en la pierna del soldado una mancha sanguinolenta, horrible de mirar, dramáticamente espesa y goteante, pero incruenta.
En la escuela se nos preparaba para la visita a la infortunada familia. Eso era mejor que una excursión a las instalaciones de la Compañía, donde no podíamos dejar de encontrarnos con nuestros padres y entonces era como estar en casa. Más entretenido porque había que poner cara seria y aprender a decir pésame sin reírse, y, además, repartían chocolate y galletas. Casi le pregunté a la maestra, mientras hacíamos las dos filas —una de varones y otra de hembras—, por qué chocolates y no refrescos, pero me abstuve suponiendo que su ignorancia de estos hechos era tan profunda como la mía.
Querida gente de Steemit: Dejo aquí la segunda parte del cuento publicado hace unos días. Muy agradecido por las lecturas y comentarios que tuvo la primera parte.
Y también agradecido a #venezolanossteem por mantener una ventana abierta donde los venezolanos podemos mostrar nuestras producciones.
Finalmente conseguimos ordenarnos; los uniformes impolutos, los zapatos brillantes. En la vanguardia, los encargados de llevar la corona, un niño y una niña para conservar la simetría, eran vigilados por la maestra para asegurarse de que el ornamento fúnebre no cayera y rodara por el asfalto. Cruzamos las calles del pueblo en silencio, dignos, decorosos, impecables, embriagados por nuestra propia trascendencia.
Cuando llegamos a la casa de Ricardo esta ya se encontraba llena de gente; la mayoría de nosotros no tuvo oportunidad de articular su estudiado pésame, confundidos por el mar de rostros, brazos, piernas y panzas que se nos arrojaban encima. Fuimos ocupando los rincones, relegados, olvidados, demasiados insignificantes ahora, entre los rostros de feroz dramatismo de las mujeres, las caras que clamaban venganza de los uniformados y que miraban a todo el mundo como enemigos potenciales, dispuestos a descubrir celadas, armas ocultas, intenciones mortales en cada gesto.
Lentamente desaparecimos entre los dolientes, casi reducidos a la condición de objetos enojosos con los que tropezaba la gente atareada. De repente, estaba a mi lado Ricardo, sereno como siempre. Permanecimos quietos, apoyados contra una pared, durante unos minutos. Luego Ricardo buscó en sus bolsillos y sacó una galleta algo estrujada, me la ofreció sin palabras y yo la tome de la misma manera, la partí en dos trozos y la compartimos. Masticamos como dos animales pacientes y felices.
“¿Quieres ver?”, me preguntó de golpe, sin decir a qué se refería; pero no era necesario: yo entendía.
Cruzamos otra vez el mar de piernas y entramos en otra habitación de la que no recuerdo ningún detalle, salvo el gran ataúd pulido y marrón que parecía llenar toda la estancia, colocado sobre una especie de pedestal, largo y definitivo, con cierta vaga majestuosidad. Temí que alguien nos detuviera, pero no sucedió nada. Comprobé que aún era demasiado pequeño: el borde superior de la urna estaba precisamente a la altura de mis ojos; unos pocos centímetros más serían suficiente para romper esa barrera del misterio: me alcé en puntas de pie. Bastó un segundo.
Nos reunimos en el patio delantero bajo una mata de mango. El sol del mediodía se colaba entre las ramas y hojas, haciendo refulgir los redondos frutos.
Mañana regresaríamos a clase. Tenía hambre. En casa, mi madre estaría terminando el almuerzo. Ya nos despedíamos, todavía comentando el aspecto del cadáver: alguien inventó los ojos abiertos; otro, unos dientes largos y amarillos. Yo sabía que todo era mentira. Ricardo me llamó a su lado y me dijo:
—¿Te dio miedo?
—No— respondí. Y era verdad.
Una historia breve y profunda, el encuentro de un niño con la muerte. Es un vivencia que muchos podrán reconocer y está muy bien narrada. Me ha gustado mucho.
Estaba fregando los platos esta mañana y me vino a la cabeza la historia del tiroteo y el funeral. Me llamó la atención como el mundo de los niños y el de los adultos se ven tan diferentes; los adultos lloran al muerto, algunos tienen sentimientos de venganza, otros miedo y los niños... curiosidad, pasmo. No saben qué sucede, parecen testigos de un espectáculo que no fuera con ellos.
Resulta muy impactante el momento en que el hijo del difunto le pregunta al narrador si quiere ver el cadáver y después de verlo se van a sentar bajo un árbol.
"Mañana regresaríamos a clase. Tenía hambre. En casa, mi madre estaría terminando el almuerzo" estas palabras son como el tiempo, de una desconsoladora imperturbabilidad, un canto al olvido. El narrador acaba de ver al padre de su amigo muerto y su mente vuelve enseguida a lo cotidiano. (Bueno, esa sensación me ha dado a mi el texto).
Estimada @romanie. Pocas veces el autor de un cuento tiene la suerte de encontrar una lectura tan ajustada a sus intenciones, aun comprendiendo que los autores no siempre son conscientes de todas las implicaciones de lo que escriben. Creo que fue Ítalo Calvino quien dijo que el lector siempre sabe más que el autor. Lo dices de manera muy exacta: "El encuentro de un niño con la muerte." De eso va el asunto principal.
Muchas gracias por tu atenta y generosa lectura.
maravilloso relato amigo
Muchas gracias, @adabalz.
Saludos.
muchas gracias a ti por compartir amigo saludos de mi parte que pases un buen dia
Excelente cuento, amigo. Como nos tienes acostumbrado. Un placer volverte a ver en la plataforma.
Saludos, @poesiaempirica. También es un placer para mí volver, y sobre todo encontrarme con algunos viejos amigos.
Un abrazo.
la primera parte fue buena y esta fue excelente muchas gracias mi amigo por compartir estas publicaciones y poder deleitarnos con su lectura
Me alegra que te haya gustado también la segunda parte, @yefersonbal.
Saludos.
muy buena la verdad super entretenida amigo espero puedas seguir trayéndonos historias como estas
Muy agradecido, @venezolanos, por haber seleccionado mi post. Es un apoyo invaluable.
Saludos.
Demás de buena su publicación. Me encantó leerla.. Saludos
Gracias, @berthalazarde. Espero que nos sigamos leyendo por acá.
Saludos.
👍🙏
una gran historia amiga gracias por compartirla