Los hijos de la lluvia de las ranas (10)
Menos mal que tomaba todos los días una dosis de telepatina San Pedro, porque ese grito de Mami le pareció desgarrador...
-¡¡¡AAAMBEEEER!!!
-¿¡¡Qué ocurre, qué ha pasado, qué...!!? -tropezando al bajar por la escalera, lo que le posibilitó llegar antes.
-¡Huele! ¡Huele eso...!
Amber se tranquilizó. Unos vecinos, que tenían una casa en el pueblo para pasar los fines de semana, habían llegado con toda la familia y estaban haciendo una barbacoa en el jardín. Hacía aire y el ambiente estaba lleno del típico olor de cuando se chamuscan pieles con algo de pelo, vísceras, sangre, grasa y tendones. Doce ojos la miraban desde arriba, porque aún no se había levantado del suelo, doce ojos húmedos, asustados, con una gran pena reflejada en las pupilas. A ver cómo les explicaba lo que quería que comprendieran, pensaba mientras volvía a la vertical.
-¿Os gusta la hierba que llega de vez en cuando a carretadas, con la que os ponéis tan contentas que no se os quita la sonrisa hasta que acabáis con toda, aunque os suele costar días?
No contestaron, esperaban impacientes que Amber les asegurase que no les iba a pasar nada, no sabían a qué venia ahora eso de...
-Os la traen los vecinos. Os la traen las personas que están preparando la comida que huele así para nosotras, pero que a ellos les encanta. Lo han hecho siempre, no les parece malo, y os quieren mucho.
Amber sabía que en el mundo de las cerdas, o eras su amigo o lo contrario, no habían tenido tiempo de aprender esas sofisticaciones humanas de que por un lado sí, por aquél no sé, espérate a ver cómo amanece, ni mucho menos pero según... Así que se enfrentaba a algo que habría deseado que nunca llegase de esa forma, porque para qué seguir aprendiendo con el dolor o con el miedo como agentes transmisores. Pero necesitaban comprenderlo en ese momento.
-Los de dos patas somos una especie... pffff... Somos capaces de dar la vida por salvar a un perrito que se ahoga, y que no es nuestro, además. No, más aún, somos capaces de quitárnosla, si la pena nos asfixia, tapándonos los ojos al momento mágico en que amanece el rayo de nácar. No podemos vivir sin la belleza. Pero también somos capaces de provocar a nuestro alrededor más sufrimiento del que merece la pena contar, como si tampoco pudiésemos existir sin él. No siempre sabemos qué vamos a elegir, si al ángel o al otro, y pocas veces acertamos. Nuestra evolución es paralela a su contrario, y se cruzan en ocasiones, eso os afecta a vosotras y a muchos más. Hubo una vez, no hace tanto, en que el olor era a cuerpos humanos...
Habia puesto a los Burning: “nunca pierdas el control, recuerda, chico, esto es rock & roll..." A los animales les gustaba escuchar música, sonaba todo el día: "gritas, luchas por amor, golpéales y márchate... nunca pierdas el control" -seguía cantando Johnny...
Le pareció que les estaba haciendo un lio, a juzgar por los rostros de las cerdas, aunque ya estaban relajadas, al ver que Amber no había dicho nada acerca de activar el programa de evacuación que tenían previsto para casos de emergencia.
-Os voy a poner un ejemplo, para que lo veáis más claro. ¿Como os cae la Cuqui? -la Cuqui era una humana vecina del pueblo.
-¡Como una patada en los...!
-A mí no me gusta nada.
-Huele a peligro por todos lados...
-Si nosotras le damos miedo, nada bueno esconde...
-Pues es una persona muy reconocida -en un mundo que existe pero como si no, los humanos lo llamamos virtual- como gran defensora de todas las especies animales, tiene fama de sacrificada por la causa y de enfrentarse ella sola a todos los cazadores del mundo.
-¡Anda yaaaa...!
-Pero si te montó un pollo cuando nos dejaste vivir contigo, y sigue diciendo la tía que no podemos estar aquí...
-Pues no os miento. Lo que os quiero decir con esto es que el hábito pocas veces hace monte. O como se diga.
Terminaron riéndose y deseando que los vecinos vinieran a menudo con más hierba. Las cerdas seguían pensando, de todos modos, que esos animales de dos patas eran todos muy raros...
Suponiendo que a las cerdas no les faltara razón, esa rareza humana seria difícil de explicar sólo porque las definiciones se lavan las manos, como Pilatos antes de comer, cuando queremos esclarecer cuál es la entidad de lo que les molesta, al exigirles creatividad para convivir en igualdad de condiciones con otras tesis aclaradas y, por eso mismo, establecidas. Lo que no se nombra, parece que no existe. No es por otra cosa. Definirse es querer ser, que ya es mucho. ¿O será cierto que ya no puede más el homo sapiens? ¿Que la tasa de dolor en sangre supera las previsiones más alarmistas, y lo que esa especie extraña lo que quiere de verdad es morirse de una vez, porque algo le secó el sueño, y para ello debe empezar por no reflejarse en el diccionario? En el caso de que este último supuesto fuese cierto, seguro que nacería algún instinto salvaje tentando a la humanidad a la permanencia, dada la mala suerte congénita de la especie en cuestión. Y consiguiéndolo, por supuesto...
Después de dar el desayuno a cerdas, gatos y gata, Amber se fue a la compra. Procuraba ir lo menos posible, porque hablamos de 25 kilómetros sólo para hacerse con tabaco. Lo demás era secundario, aunque, ya que iba, siempre compraba algo más.
No era como la capi, ni mucho menos, pero Almenara se movía cómodamente, dando salida a las necesidades mas básicas de la población. Un núcleo urbano con estanco, de todos modos, ya le parecía a Amber algo que podría llamarse civilización.
Entró en el único que había y que repartía los bien diseñados pocos metros cuadrados en dos pasillos, para diferenciar el local del vicio y el de... bueno, el de la lotería, que vendían humos de todo tipo. El suyo era el del pasillo de la izquierda, según se miraba de frente. De frente y desde fuera. Era el negocio de la familia Gárate, ya en su segunda generación. Lo creó una pareja de recién casados, vizcaínos ellos, que se asentaron en Almenara formando una familia de tres hijos, que lo atendían ahora, casados a su vez y cada cual con su prole. Amber los veía con cara de temor; no tanto en el gesto, sino en la mirada. Aún estaban asustados por algo que había ocurrido hacía mucho, estaba segura: los ojos no engañan porque no saben hacerlo.
-Pues quería ocho paquetes de Golden Medal...
Se quedó mirando, el del estanco, con una sombra de reproche en la mirada. Era el mayor, el más temeroso, si cabe, de los hermanos -aunque también el que mejor disimulaba-, que le preguntó:
-¿Goʊld-n Maet-l? -o algo parecido, pero con un acento de Brighton, que ni los mods.
Amber había hecho otra de sus frecuentes asociaciones, porque como se estaban celebrando los Juegos Olímpicos... No los seguía, pero el ambiente estaba lleno de medallas de oro colgando de las nubes, a la espera de sus merecedores dueños, imposible no verlas.
El bofetón auditivo que percibió el Gárate mayor, fue la confusión entre metal y medalla, para empezar; pero, sobre todo, su acento, que era del Valle. Del Valle del Kas, las vocales bien abiertas, sin nada que esconder. Eso debió de herirle alguna sensibilidad acústica, lo que indicó a Amber que, al menos, tenia oído. Y que la sorpresa del día te la puedes llevar en cualquier momento y espacio.
-Si, eso... y papelillos de fumar de 500...
El pasillo de la lotería estaba separado del otro por una mampara de metacrilato que dejaba ver su interior, dando una mayor sensación de amplitud al conjunto. Cuando iba a salir del local, algo llamó la atención de Amber desde el otro lado: era una señora de mediana edad que no podía esconder su origen almenaro, ni quería: eran todas pequeñas y delgadas, tenían el pelo cortado a la altura de los lóbulos de las orejas y con las puntas hacia dentro. Les daba un aire retro muy distinguido. Por los gestos, parecía agradecer algo, emocionada, a la segunda Gárate, que era la que solía atender ese mostrador. Se asomó por curiosidad y pudo saber que la señora había preguntado si su décimo tenía premio. La segunda Gárate, tras comprobarlo, le había dicho:
-Qué despiste tienes, Teresa, si el sorteo es la semana que viene...
Así que la señora estaba tan contenta, porque aún le quedaban ocho días de ilusiones. Se dijo que ellos también vendían sueños...
Era miércoles y la plaza, custodiada por una iglesia que año tras año iba menguando de estatura, se había vestido de mercado, de voces que resonaban en la gran arcada que hacía de cinturón de los tenderetes: legumbres de primera, verduras sin intermediarios, zapatos "de los que no te queman los pies", que cantaban las gitanas, para dejar bien claro que sus productos no eran tóxicos "como los de los chinos", decían, porque eran su más temible competencia.
Compró en el puesto de Marek, un polaco que vendía, baratísimas, patatas de gran calidad, pero que, sin embargo, no tenia mucha clientela porque su puesto era pequeño y no resaltaba.
-Colores, Marek, te hacen falta colores, y ya verás que el tamaño no importa...
Tarde, ya lo había dicho. Arrepentida por haberle dado la oportunidad de seguir la conversación por otros derroteros, que ya se conocían, casi sin interrupción:
-¡Ay, que me cierran lo de la fruta! Otro día hablamos más despacio...
-Ya... ¡eso dices siemprie, coljones! -contestó el polaco, con una sonrisa encantadora y ese acentillo suyo tan peculiar, mientras Amber se perdía bajo los arcos de la plaza.
Ya tenía todo lo que necesitaba. Entró en su vetusto bólido y tomó el camino de San Juan, con mucha precaución hasta que salió de Almenara, que no había visto una población más suicida, cruzando las calles, que la de allí: lo hacían con la excéntrica convicción de que todo había de pararse en esos instantes. La mayoría lo iba consiguiendo.
Fuentes de las fotos: