Un grito se escuchó en la lejanía. Mi hermano y yo estábamos con todos los pelos del cuerpo de punta y tomamos el bate de beisbol y el sartén de la cocina para acudir a ese espanto.

Escuchamos un alarido constante y agudo que llegaba de las casas contiguas a la nuestra, y nos dimos cuenta, que provenía de la garganta atormentada de Amanda; una de nuestras vecinas.

Nos contó algo terrible que nos heló la sangre por completo; se trataba de su bebé, Gaspar, a quien se lo habían arrebatado sus brazos, una criatura que ella no terminó de identificar, pero pudo vislumbrar sus amenazantes ojos blancos resplandecientes.

Tratamos de calmarla varias veces, pero estaba desgarrada, hundida en el llanto. Finalmente su habla y su cordura comenzaron a estabilizarse y empezó a hurgar en los recuerdos de sus últimos acontecimientos.

Inclinó su cabeza y puso sus manos en el rostro, mientras nos relataba sobre aquello y sobre el aspecto de tan terrible criatura. El ruido de la noche pareciera que se congelara, y el silencio otorgaba paso a sus palabras horribles.

La criatura se ocultó en el bosque adentrándose lo más lejos posible con el bebé en brazos. La zona en la que vivíamos estaba repleta de arboledas de pino, unidas de manera amontonada y excesiva como si se tratara de una ciudad de hojas y troncos.

Perderse en esa espesa y tupida región de árboles era fácil, si no sabes muy bien cómo moverte. Mi hermano y yo conseguimos una linterna, nuestra arma de fuego y otras herramientas para el viaje, y partimos en busca del pequeño Gaspar.

Al estar bien adentrados al bosque, noté horrorizado unas luces blancas e intensas a unos metros de donde estábamos, pero al darme cuenta, sentí un respiro acariciando mi cuello y al voltear, noté a una sombra, muy alta, con ojos como dos lunas y un corazón tan fuerte retumbante como un tambor.

Ilustración

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