Un asado improvisado
Después de un día de pesca, el cansancio tenía su propio peso, pero también lo tenía la satisfacción de haber pasado horas rodeado de agua, silencio y alguna que otra anécdota que quedaría para recordar. El sol se había escondido lentamente detrás del horizonte cuando decidimos que el día aún no había terminado. Porque el ritual del asado, cuando surge lejos de casa, tiene una magia distinta: es más rústico, más espontáneo, más verdadero.
La parrilla improvisada crujía bajo el primer toque de la leña encendida. Las chispas saltaban como pequeñas luciérnagas que se escapaban hacia la oscuridad. A un costado, el auto blanco descansaba, casi inmóvil, bajo la luz tenue que apenas lo rozaba. Parecía un guardián silencioso de la escena, como si entendiera que esa noche tenía algo especial. El humo comenzaba a elevarse despacio, mezclándose con el aire fresco que traía olor a campo y a río.
Mientras organizábamos la carne y acomodábamos las brasas, la charla empezaba a fluir en un tono distinto al del día. Ya no hablábamos de piques fallidos o de la mejor carnada; ahora las historias aparecían sin apuros. Cada uno aportaba un recuerdo, una vivencia, algo que solo se cuenta en noches así, cuando el tiempo parece detenerse un poco. El chisporroteo del fuego marcaba el ritmo, acompañando cada palabra como un instrumento que nunca desafina.
Los grillos cantaban a lo lejos, sumándose a ese concierto improvisado. La noche avanzaba, oscura pero tranquila, envolviéndonos en un clima que solo se da cuando la naturaleza es el escenario y la vida se vuelve simple. El aroma del asado empezaba a ganar fuerza, viajando en hilos de humo que parecían anunciar que lo mejor estaba por llegar.
En ese momento, entendimos que no hacía falta nada más. No era la cantidad de comida ni el lugar, tampoco la formalidad. Era el encuentro: el fuego que nos reunía, la amistad que sostenía la conversación y la sensación de que allí, bajo el cielo abierto, estábamos exactamente donde queríamos estar. Una noche simple. Una noche perfecta. Una historia que se guarda, no por extraordinaria, sino por auténtica.

