¿Debería el arte abrazar la banalidad para mayor impacto o mantener su singularidad?

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El arte, en su búsqueda de impacto, se encuentra incesantemente atrapado en una eterna dicotomía: abrazar la banalidad o mantener su singularidad.. La pregunta no es si uno de los dos es superior al otro, sino que la respuesta es compleja y depende de la intención del artista y del contexto. No existe una solución única, pero exploraremos las motivaciones y consecuencias de cada camino.
El arte, por naturaleza, suele buscar provocar, despertar, o incluso provocar una reflexión. En este sentido, la banalidad, con su sencillez y repetitividad, puede ser un arma poderosa para el impacto. Artistas como la publicidad o la propaganda, por ejemplo, se basan en el uso de imágenes, mensajes y colores fáciles de entender, con el objetivo de evocar una respuesta emocional. La banalidad, al ser aceptada como parte de la cultura, se torna, en cierto modo, más “visible” y, por ende, “impactante”. Su baja demanda de un pensamiento profundo, impulsada por la simple atención, le permite resonar en un nivel más visceral, llegando a un público más amplio.
Sin embargo, la singularidad, el arte que desafía la norma, la innovación, la experimentación, se enfrenta a un dilema. ¿Es menos convincente si se ve como una mera copia de lo establecido? La falta de una conexión profunda con las raíces culturales o ideológicas puede diluir su poder. Sin embargo, la singularidad, aunque a menudo difícil de alcanzar, es lo que distingue al arte auténtico. Es la capacidad de romper con el cliché, de explorar territorios inexplorados, de confrontar la incomunicación.
En última instancia, el equilibrio entre estos dos pilares es lo que produce el arte más significativo. Un arte que, aunque pueda recurrir a la banalidad ocasionalmente, siempre mantiene una chispa de originalidad y experimentación, y que respeta la profundidad de su propia identidad, tiene un potencial de impacto mucho mayor. La clave, quizás, reside en la conciencia de la banalidad; reconocerla como un punto de partida, un terreno fértil para la innovación, no como un objetivo final en sí mismo
