Mis antiguos inviernos. Techumbres fustigadas. Algunas goteras. Leves catarros. Los tres a la ventana asomados. La lluvia remeciendo el campo. Conciertos de humedad y braceros relumbrantes. La cocina y la paciencia de la abuela ante la estufa. Un relámpago agrietaba las nubes. Nos cubríamos las orejas. Saltábamos con la furia de un trueno. Un viejo manzano se partía en dos. El perro, Gladiador, gemía temblando en su escondrijo... Y de pronto, como si nada, la espesa quietud. Poco a poco los minutos devolvían un paisaje como reflejado en un espejo. Un arcoíris fantasmal comenzaba a reinar por las alturas. Y salíamos a jugar en los diminutos archipiélagos. Delante de nosotros emergía un paraíso. Las figuras de barro. Una balsita improvisada. Un río turbulento hacia un mar imaginario. Ahora Gladiador ladraba de contento. Entonces, la lluvia volvía y regresábamos goteando lodo. Éramos de chocolate. La abuela nos metía al baño. El agua caliente resbalando lomo abajo. Finalmente, la importancia del bracero. Todos a su alrededor con los piyamas puestos. Zapatos y calcetines despedían vapor desde las manos. Bromas infantiles, un débil empujón, esperando a que el pan se enfriara en la canasta. La leche tibia en las tazas de greda. La abuela revolviendo el mate. Seis meses de lluvia al año. Seis meses de días cortos. Inviernos de dulce aventura. El tiempo transcurría lento.