En la posada

En una antigua posada en las afueras del pueblo, el tiempo parecía deslizarse. El edificio poseía gruesas paredes de color crema jaspeado, vigas de madera en el techo, y pequeñas ventanas con cortinas de encaje opaco. Esa mañana, la luz del sol se filtraba suavemente, sobre la mesa del comedor redonda, que había estado protegida con un mantel blanco plano, si bien sus esquinas se estaban amarilleando por el tiempo.

Un huésped estaba solo en una silla alta de madera. Su chaqueta marrón oscura estaba colgada ordenadamente sobre el respaldo, mientras que con la otra mano sostenía una taza con bebida caliente. Tenía un aspecto fatigado, como si la larga travesía lo hubiera dejado sin energías ni pensamientos. Tenía delante pan, algo de queso y un: plato pequeña, Pero también caliente un plato sólido para calentar una fría madrugada.

Una camarera emergió con paso tranquilo de la puerta de la cocina. Su delantal blanco era impoluto, en marcado contraste con la pamela de rayas que lucía. En sus manos llevaba una botella de licor y un trapo de cocina, indicativo de que tenía la costumbre de asistir a los invitados que fian y se van sin hacer muchas preguntas. Se miraron unos instantes intercambiando complicidad. Aquí, en esta posada, cada uno lleva su propia historia, y no todas necesitan ser contadas.

En otra habitación, una joven yacía en un sofá contra la pared. Una manta oscura le cubría las piernas, mientras su mano aferraba una carta que había leído recientemente. Su rostro estaba pálido, no por enfermedad, sino por la añoranza y la ansiedad reprimidas. En una pequeña mesa junto a ella, flores silvestres en un sencillo jarrón acompañaban el silencio. La puerta se abrió lentamente y entró un anciano, trayendo el aire de la mañana y noticias de las afueras del pueblo. Sus pasos eran vacilantes, como si temiera molestar, pero sus ojos estaban llenos de preocupación.

Mientras tanto, en el comedor principal, una gran mesa era el centro de la conversación. Panes redondos, botellas de licor oscuro y platos de barro estaban cuidadosamente dispuestos. Un huésped con un sombrero negro alto estaba sentado en un banco, conversando en voz baja con dos mujeres que estaban cerca. Su conversación era ligera, hablando del clima, los caminos embarrados y la posada donde los viajeros solían detenerse.

En esa posada, no había lujo, solo calidez. Cada habitación guardaba un pequeño secreto, cada mesa reunía a desconocidos. Allí, durante una o dos noches, los viajeros encontraban descanso, no solo para sus cuerpos, sino también para sus corazones cansados del viaje de la vida.

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