Memorias en la Nada [Novela Original] XI
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El cielo quedó atravesado por aquella línea blanca, que no desaparecía ni parecía querer hacerlo, ni siquiera en un futuro lejano. Mientras tanto, los viajeros se propusieron enfrentarse a la tempestad que les esperaba. Sería una descarada mentira decir que no tuvieron dificultades, que la suerte les sonrió mientras pasaban de esa montaña a la otra. La verdad fue que hubo accidentes, más uno que otro peligroso ataque (como si una voluntad deshumanizada les vigilara) de parte de los rayos desprendidos por las nubes. En vez de agua, lo que les cayó encima fue la más fría y cruel de las nevadas. Aristo se estremecía, no podía ver hacia donde iba, el perro tuvo que salvarle más de una vez. En cierta ocasión, los dos resbalaron por una empinada pendiente y rodaron, llevándose consigo algún arbolito seco, hasta detenerse a orillas de un desfiladero. Esta vez sí podría decirse que la suerte les sonrió, pero aun así, no fue suficiente pues varias veces casi les parte un rayo. Al llegar abajo, donde un arroyo corría, como un lindero, una frontera, entre las faldas de la montaña dejada atrás y la que les tocaba ahora escalar, el joven se dejó caer en el suelo, boca abajo. Tenía el cabello despeinado y húmedo, toda su ropa se encontraba mugrienta, renegrida cual trapo de limpiar grasa; había perdido una de sus sandalias. El canino estaba en similares condiciones, todo sucio, pero además cojeaba de una pata. La nieve seguía precipitándose, lo cubría todo con su manto blanco; Aristo sentía su frío contacto en la mejilla mientras se iba entregando al sueño. Le dolía todo el cuerpo, no prestó atención cuando Apolo se acostó a su lado, pues ya se había rendido.
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El objeto volador, aquella mota negra, podía verlo, tenía unos ojos enormes, rojos, llenos de carnosidad. Le lanzaba rayos mortales que, aun en sus intentos de esquivarlos, siempre daban en el blanco, su rostro, pero en vez de tener algún efecto doloroso, caliente, parecía como si le pegara con bolas de nieve. La forma de la mota era la de una araña de metal, sí, claramente en movimiento y tratando de matarlo, pero por ningún motivo viva. Ya llevando largo rato siendo perseguido por esta, a través de una planicie gris, donde sólo se veían algunos arbustos quemados, su nombre fue pronunciado (quién sabe si por la misma cosa) repetidas veces: Aristo. Entonces sintió que algo le empujaba el hombro, se lo sujetaba y le sacudía.
—¡Aristo! —exclamó la voz de Nahuel.
—¿Qué pasa? —preguntó el joven, dándose la vuelta para recostarse sobre su espalda. No sentía los brazos; había hincado el pecho sobre ellos.
—Creí que habías muerto. —Nahuel tenía una expresión de preocupación notable. Su chaqué estaba impecable, lo que resultaba raro para Aristo, quien estaba seguro de que, habiendo cruzado la montaña, como él, al menos algún sucio debió caerle encima.
—¿Muerto? ¿Qué es «muerto»?
—Uhm…, nada. Levántate, vine a ayudarte; estaba siguiéndote y me refugié en una cueva, pero en lo que se detuvo la nevada me apresuré a buscarte. Supuse que podías haber cometido el error de adentrarte en la tormenta. Vaya que estás hecho un desastre.
Aristo se sentó en un santiamén, casi golpeando el rostro de Nahuel, quien, de su posición en cuclillas, se irguió lo más rápido que pudo para evitar el impacto. El joven no pareció notar la posible contrariedad de su acto impulsivo; estaba más pendiente de ciertas cosas. Se preguntaba cuánto tiempo había pasado, buscaba en los alrededores la presencia de Apolo y además se preocupaba de no haber podido seguir la búsqueda, tan importante esta. Sin dar explicaciones, se encaminó hacia la siguiente montaña, pasando por el riachuelo, olvidando sus escrúpulos, sin miedo a mojarse con aquella agua fría, helada. Las nubes seguían con su coro de truenos, la nieve había remitido, pero aún se sentía una inminente tormenta; cualquiera lograría intuirlo. Sin embargo, no eran razones suficientes para detenerse.
—Aristo, no sé por qué te empeñas tanto en buscarla. En algún momento volverá a casa, tiene que hacerlo —decía Nahuel a sus espaldas.
—¿Has visto a mi perro? —preguntó el joven.
—¿Cuál perro?
—Apolo, el perro que venía conmigo. Si me seguiste, debes haberlo visto, al menos de lejos.
—No… Bueno, sí. Pero cuando llegué aquí, cuando te encontré tirado, no estaba.
Aristo se volteó un instante para verificar, pues no había escuchado el chapoteo que Nahuel debía haber provocado de atreverse a entrar en las aguas del cauce. Estaba seco; quizá había encontrado un vado de rocas que le ayudase a cruzar. Por otro lado, sus zapatos sí se veían algo mugrientos. Volviendo la mirada al frente, con el espíritu renovado, el mismo peso (que a la vez parecía un vacío) en el pecho, y la sensibilidad de vuelta en sus manos, le pidió al hombre, en voz alta y audible, que le acompañara a terminar el viaje, pues, de todas formas, iban al bosque multicolor, donde crecían las más raras de sus creaciones, donde también estaban algunos animales que quizá querría ver. Ese lugar particular, esa área especial, sería, incluso para quien no lo quisiese, un buen recuerdo. Y dicho esto, Nahuel, bajo la condición de que en cuanto supiese que Melinda no se encontraba allí, regresaría, accedió. El resto de las montañas no significaron reto alguno para ellos en comparación con la primera. No ocurrió gran cosa durante el recorrido, a excepción de cierto fenómeno, nuevo en aquel lugar, derivado del hecho aparente de que, por razones que no entendían, se le había devuelto el tiempo al sol, el cual ahora empezaba su ciclo, que consistía en ocultarse en el oeste y salir en el este, por lo que, no negando la complicación que resultó de ello, la noche les sorprendió a mitad de camino.
Los pantalones de Nahuel estaban mugrientos hasta las rodillas cuando llegaron a la falda de la última montaña, a menos de cien metros del bosque que buscaban, con las primeras luces del día. El hombre no parecía preocupado por la desventura de su vestimenta; se hallaba más bien embelesado con la vista que tenía de los árboles, cuyas hojas descomponían, como un prisma, los colores de la luz, dando la impresión, con su movimiento constante, de que estos se desplazaban de un lado a otro, pues siempre, dependiendo del ángulo desde el cual se les mirase, estas hojas cambiarían su tonalidad, o la posición de los tantos matices que mostraban. Aristo, por su parte, se fijaba en una criatura que correteaba alrededor de un árbol; era su perro, Apolo, quien había logrado llegar antes que ellos y parecía recuperado del dolor que le hacía cojear cuando bajara de la primera montaña. El canino le ladraba a algo que estaba subido al tronco del árbol, un animal de pelaje blanco que, como bien recordaba el joven, Melinda había llamado lémur-conejo. Sus largas orejas se agitaban, escuchando, tal cual era su capacidad, todo detalle, todo pequeño ruido del ambiente a su alrededor.
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—Acerquémonos —dijo Aristo a Nahuel.
Apolo saltó al encuentro de Aristo cuando lo tuvo a pocos metros, meneando la cola. El lémur-conejo se asustó de la presencia del joven y subió veloz hasta perderse entre las ramas del árbol; hubo mucho movimiento allí arriba. Otros animales, que seguro descansaban, huían ahora ante la presencia del pequeño ser peludo. Aristo se hallaba en cuclillas, acariciando al perro, cuando por fin Nahuel les alcanzó. Llevaba su sombrero en la mano, dejando ver su cabellera, que era más larga de lo que aparentaba, recortada por los lados y la nuca, pero un tanto crecida en la coronilla y la parte superior trasera.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el hombre, pasando de una mano a la otra el sombrero como si jugase con él.
—No sé, he de adentrarme en el bosque, supongo —dijo Aristo, sin dejar de acariciar al contento Apolo.
—Creo que no será necesario. Te esperan allí, no tan lejos.
—¿Qué? No entiendo.
—Mira para allá. —Nahuel señalaba hacia lo profundo del bosque. Cuando Aristo volteó a mirar, a primera vista, no encontró nada inusual, pero a los pocos segundos de concluir que le gastaban una especie de broma, notó a la persona que se recostaba de un tronco, bastante lejos como para distinguirla de inmediato.
—¿Es Melinda?
—¿Quién más podría ser? Ve a hablar con ella, ¿no estabas súper desesperado por verla?
—¿Eh? Yo nunca dije eso.
—Pero lo demostraste.
—Oh, no digas nada. Ya me fui, cuida a Apolo.
Nahuel se volvió a colocar el sombrero para permitirse sostener al perro, de manera que este no corriera detrás de Aristo, quien se dirigió, a grandes zancadas, hacia donde se encontraba la muchacha, tal vez distraída con la naturaleza. El joven buscaba en su cabeza la mejor frase, la mejor forma de iniciar la conversación que se avecinaba; la veía acercarse, se aproximaba, pero aun así no se le ocurría nada. Pensaba en aquel momento durante el cual se la pasaron todo el rato diciendo, sin ninguna razón, cierta frase que no entendían; suponía que tal vez, concentrándose en ello, reuniría las fuerzas, o la confianza, para llamar su atención como quería. Y así pasó los minutos que se tardó en llegar al lado de la joven, quien mantenía los ojos cerrados mientras tarareaba algo, una melodía que sonaba en exceso triste. Cosa extraña viniendo de ella.
Al detenerse a su lado, se dio cuenta de que, a pesar de lo desconsolador de sus notas, Melinda sonreía. No se le ocurrió nada más que decir su nombre.
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—Melinda.
La melodía se detuvo. Aristo no supo si fueron minutos o segundos, pero lo cierto fue que la muchacha se tardó bastante en abrir los ojos y mirarle. Una vez hecho esto, su sonrisa, que tanto hechizaba al muchacho, fue lo que vino a continuación, acompañada con un brillo diferente en los ojos, algo que él no pudo descifrar. Sin embargo, y aunque dicho brillo le diera mala espina, bajo la sombra del bosque, entre los pequeños reflejos luminosos que se colaban por las ramas, trayendo consigo algunos de los colores de las hojas (y acompañados por los sonidos de los extraños animales, entre los que se contaban unos monos con plumaje), ya el joven se sentía atrapado, se encontraba en estado de expectación, dispuesto a dejarse llevar. Entonces, mientras sus emociones iniciaban el vuelo, la chica decidió ponerse en marcha, empezar a correr, soltando una suave risita. «¡Espera!», exclamó Aristo mientras se lanzaba a perseguirla. Ella zigzagueaba entre los tallos de los árboles, le evadía con facilidad. Era comparable al esquive de una liebre, y el muchacho, susceptible a la desorientación, se veía cada vez más frustrado. Pero Melinda reía, parecía contenta; no podía estar huyendo realmente, sino que tal vez solo jugaba un rato, deseaba divertirse.
Aristo se apoyó de un tronco para cambiar de dirección lo más rápido posible, logrando sujetarle el antebrazo cuando ella trataba de hacerle una jugarreta girando para correr en sentido contrario. Habría sido sencillo librarse del suave agarre del joven, que apenas la había asido con los dedos, pero la joven simplemente se dejó alcanzar, se acercó a él, afincó las manos sobre sus hombros y, usando tan solo la fuerza del peso de ambos, le hizo caer de espaldas en la hierba. Melinda quedó sobre Aristo, posando la cabeza en su pecho, riendo a carcajadas. Parecía una risa de esas que se resisten a terminar, como si hubiese encontrado algo en sobremanera gracioso; quizá se pasaría buen rato en ello, contagiando al muchacho, quien seguía sorprendiéndose de la espontaneidad que emanaba. Sin embargo, y para extrañeza de Aristo, Melinda dejó de carcajearse de súbito; alzó su rostro y le miró a los ojos, había cambiado el semblante, no se entendía si estaba seria, impasible o quizá intentando manifestar una emoción que no podía ser traducida, que era imposible de exteriorizar en el lenguaje de las expresiones faciales. Entonces, con un poco de ayuda de sus manos y piernas, se acercó, fue disminuyendo la distancia entre sus cabezas, llegando al punto de juntar sus labios a los del joven. La consecuencia de dicha acción sobre el cuerpo del sorprendido Aristo fue una parálisis, aunque aparente, que le impidió hacer de aquel momento uno más intenso, limitándose a devolver un frígido, casi inmóvil, beso. No obstante, ella no pareció querer mayor entrega de su parte, tal era su relajación que se mantuvo un largo período de tiempo sin despegarse, serena y contenida. El resto del mundo dejó de existir para ellos; aunque, hemos de anticipar, en los siguientes minutos Aristo empezaría a creer que fue el único que se había olvidado de todo, el único que realmente se sintió mejor que nunca allí, en el suelo.
Volvió atrás, un recuerdo se desbloqueó, sí, reapareció. Disfrutaba de los filetes de carne de cerdo del Wiener Schnitzel de Melinda, mirando a través de la puerta trasera de la casa hacia una amplia llanura. A lo lejos algo le distraía, unos objetos voladores que revoloteaban por sobre una hilera de árboles. ¿Eran acaso los árboles que creía? Su amiga tarareaba una suave melodía, sin quitar los ojos de la estufa, donde preparaba algo nuevo. «Me parece que una creación mía anda por aquí», dijo Aristo. «¿Qué creación?», inquirió la chica. «Aquellos árboles vagabundos, los que me hiciste dibujar». «¡¿En serio?!». Ella apagó el fuego, pospuso su nueva receta, y se asomó a la puerta. No dudó en salir corriendo en pos de ellos. Aristo la siguió.
Los violines, con alas blancas, amplias, de plumaje brillante, volaban en círculos sobre las copas de los árboles centrales de la hilera. Estos no se movían, como uno pensaría al escuchar el nombre «Árboles Vagabundos». Más bien era como ver una ola desplazarse surcando el mar. El árbol que iba adelante, crecía, desde la etapa más primigenia, cuando era sólo una semilla, emergiendo velozmente de la tierra, en poco menos de cinco minutos. Cuando iba a mitad de camino en su desarrollo, ya otro árbol había empezado a nacer adelante, remplazándolo en su posición de líder. Entonces pasaba a formar parte, poco a poco, del grupo del centro, sobre todo cuando alcanzaba su máxima altura. A continuación, empezaba a echar marcha atrás al reloj, iniciaba un decrecimiento, un rebobinado, y se iba quedando rezagado, hasta llegar a la última posición. Regresaba a la húmeda tierra, volvía a encerrarse en la semilla de donde había salido. Y así ocurría con cada miembro del grupo, de la galería. De este modo se desplazaban adonde querían, daban vueltas, zigzagueaban, escalaban montañas, casi siempre acompañados por esos instrumentos musicales con vida. Eran una unidad; se hallaban sincronizados.
—Hermoso —había dicho Melinda al llegar cerca.
¿Era ese un recuerdo reciente? ¿Acababa de ocurrir o fue a mitad de los seis meses de constante dibujar? No era posible, en alguna parte de su cabeza debía existir un error, porque ella había andado todo el rato tras Nahuel. Maldita mente atribulada suya, sin simultaneidad con la realidad. Si había vivido eso en alguna ocasión, a sus neuronas parecía importarles poco. Había otra versión de los hechos en la cual él, sin compañía, iba a observar a esos viajeros verdes, pero en ese recuerdo no había violines sino aves normales, de plumas pardas y cantar agudo. Además, les llamaba Árboles Andantes. Sea bienvenido el delirio.
Melinda se separó por fin de él, pero se le quedó mirando otra vez, aun a pocos centímetros del contacto, como si estuviese ausente, ocupada con sus propios pensamientos. Luego dijo:
—Supongo que me estuviste buscando. ¿Qué querías decirme?
Hola @matutesantiago, un gusto saludarte, me gustó mucho lo que acabo de leer, la narrativa bien estructurada y los diálogos bien definidos que describen el carácter de los personajes.No sabía que se podía publicar una novela, soy escritora y he escrito varias, pero sin publicar.Quizás me anime a publicar alguna por capítulos, así como lo haces. Gracias por compartir, un abrazo.
Muchas gracias por leer mi pequeña novela. Oh, sí, se puede, esto fue una tendencia, más o menos, el año pasado, pero yo me retrasé un poco. No sé si ahora todavía habrán escritores publicando así por aquí, pues no tengo mucho tiempo para explorar. Espero que aún continúen haciéndolo. Saludos.