El diablo en Verdún (Cuento de guerra)

in #cervantes6 years ago (edited)

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Verdún, 25 de julio de 1916.

Ana, te saludo ahogado en nostalgia desde una cama en el hospital militar de Verdún. Sufrí una gran pena cuando lo abandoné todo por venir aquí, pero nada se compara al dolor que ahora me destroza el alma. Tu recuerdo me llena los ojos de lágrimas y siento a mi patria muy lejos, tan lejos que me parece que todo cuanto dejé allá no es más que la bella imagen de un sueño de mi niñez, ecos de un mundo digno y perfecto que existe en algún nicho de la imaginación. Han pasado poco más de dos años desde que me fui de Mérida, pero en mi mente transcurrieron siglos enteros, pues el tiempo se detiene cuando estás en el infierno.

Sé que te debo explicaciones y disculpas por haberme marchado de tu lado sin decir nada, sin informarte sobre los planes que venía maquinando desde hacía tanto. Una nota sórdida en la mesita de noche notificándote mi definitivo viaje a Francia no fue una manera justa de pagar la infinita bondad con la que siempre me quisiste. Tal vez, si hubiéramos tenido un hijo, no me habría marchado; pero no fue así. Estábamos solos, tú y yo, luchando cada día por sobrevivir a las muchas penurias y miserias que oscurecen el cielo de nuestra patria. Reconozco que nunca merecí tu amor, y que me comporté como el peor de los canallas al desaparecer así, sin ni siquiera decirte adiós. Pero, si aún tengo tiempo para balbucear alguna excusa, creo que sabes bien lo harto que estaba del bagre Gómez y de tanta pobreza, del hambre y de la injusticia, de las torturas y los desaparecidos, en especial del silencio, de todos los desastres causados por esa cruel dictadura que sumió en las tinieblas a nuestro pobre país. Llegó un momento en que sencillamente no pude aguantar más. Bajo el régimen del dictador a nuestro pueblo le quedan dos opciones, y ambas son terribles: o se muere de hambre y miseria en los campos, si se soporta en silencio el yugo del tirano, o se muere despedazado en los calabozos siniestros de la Rotunda, si se rebela. De manera que, si no me marchaba pronto, quedaba condenado a unirme a alguna de las montoneras sin nombre que se alzan en armas aquí y allá, y entonces acabaría como la mayoría los rebeldes, colgado de una estaca por la mandíbula o muriendo de hambre y olvido en alguna prisión, con la cabeza en el cepo.

En Francia me fue bastante bien al principio, haciendo cualquier cosa para mantenerme mientras aprendía algo de su idioma. Limpiaba aquí, pintaba allá, de jornal en jornal, y hasta llegué a pensar que había valido la pena marcharme del país. Pero resulta inútil intentar huir de la fatalidad, pues ella conoce hasta el más furtivo de nuestros escondites y nos sacará a patadas y sin remordimientos de allí cuando nos toque el turno de ser castigados. Al poco tiempo de haber llegado a Francia comenzó la Gran Guerra, y sin saber ni cómo ni por qué, me reclutaron a la fuerza y terminaron convirtiéndome a punta de golpes y amenazas en un digno soldado del ejército francés. Apenas si hablaba el idioma, y nunca en mi vida había manipulado un arma de fuego ni participado en batallas o revueltas populares. Pero, según mis captores, a pesar de mis deficiencias, igual estaba obligado por la ley y por Dios a defender con mi sangre si era necesario a Francia y sus aliados de los invasores, en una guerra aterradora que yo no comprendía ni me atañía. Después de unos días muy confusos, los jefes terminaron por delegarme las tareas menos exigentes del ejército, como cocinar, limpiar, cargar camiones de municiones y suministros, o darle mantenimiento menor a los trenes y a otras maquinarias. Pero la guerra se prolongó en tiempo y ferocidad, y las tropas francesas no tardaron en acusar debilidad y cansancio, por lo que necesitaron enviar nuevos soldados para refrescar a las agotadas filas de las trincheras. Sin mayores explicaciones, me entregaron un fusil Lebel con una bayoneta, un revolver de 8 mm, un casco Adrian, algunas municiones, un saco enorme con calcetines y uniformes de guerra, una máscara contra gas y otros miscelaneos, y me despacharon al frente en Verdún, en donde se lucha una de las batallas más largas y despiadadas de todas las que se han librado en la historia de la humanidad.

Verdún, querida Ana, es el infierno en la tierra, o peor aún, pues Dios no le permitiría al Diablo llegar a tales extremos de crueldad. Verdún es la peor de las pesadillas. Cualquier cosa que te refiera será poca pues mi memoria me engaña, los traumas me fuerzan a olvidar, y he sufrido tanto miedo y dolor que ya no estoy seguro de cuál es la verdad. Cierro los ojos y revivo horrores tan tremendos, que mi cordura se revuelve y me ordena, casi me suplica, que nada de lo que pasó es cierto. Por el momento, solo sé que estoy aquí, relativamente a salvo, escuchando el eco lejano de la artillería, el cual retumbará dentro de mis sienes hasta el día de mi muerte. Quien ha estado bajo fuegos de artillería, jamás podrá olvidar el redoble despiadado de la pólvora y de los enormes proyectiles al caer. Con un cuaderno y un lápiz que me prestaron las enfermeras, me dispongo a rememorar para ti -y para mí- un poco de todo este espanto, lo que alcance recordar, pues quizás algún día puedas ayudarme a comprender qué parte hay de realidad en todo esto, y a separarla de esta infeliz alucinación que quiere arrastrarme a la locura.

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Me las arreglaré como pueda para llevar esta carta a tus manos, aunque no será fácil, pues deberá sortear los filtros de seguridad del ejército francés, quienes sin duda me condenarán al arresto o me fusilarán por traición a su patria si llegan a interceptarla; y en Venezuela deberá escurrirse entre los esbirros del bagre Gómez, que tienen sus bigotes metidos en todas partes, husmeando conspiraciones y atentados hasta donde no los hay. La verdad, es que no tengo idea de cómo te haré llegar esta carta junto con la foto que me entregó hace pocos días el capitán Bertrand, así como también ignoro cuál será mi destino en esta guerra, pues poca cosa me dicen los médicos sobre mi futuro militar una vez sane de la profunda herida de bayoneta que tengo en el hombro. Quizás pretendan enviarme de nuevo al frente, pero juro que no iré. De ninguna manera volveré a esas cloacas infectadas de muerte. Primero deserto, aunque los francotiradores me atraviesen la cabeza en plena fuga, o me saco a mí mismo los ojos con un cuchillo, pues prefiero quedarme ciego que convivir otra vez con los restos de mis compañeros muertos, que se hinchan hasta reventar bajo nuestros pasos y dejan un triste y repugnante reguero de gusanos.

Ana, lamento escribirte estas líneas cargadas de amargura, pero no queda nada más en mi corazón sino dolor, miedo y resentimiento. Me vine a estas tierras buscando paz y prosperidad, y terminé consiguiendo todo lo contrario. Quisiera haber conservado una chispa de luz en mi interior para compartirla contigo; pero no, no queda nada aquí dentro. La muerte arrasó lo bueno que había en mí; el horror de la guerra me tocó muy hondo, y me cambió para siempre y sin remedio. Siento, en fin, escribirte estas líneas, pero estoy obligado a hacerlo. En parte para intentar salir de esta oscuridad que me persigue, y en parte para decirte que, a pesar de todo, pienso mucho en ti, y que aún te quiero. Siento que todo lo bueno que había en mí se quedó contigo.

No hubo novedad en mi llegada a las trincheras de Verdún, el primero de junio. Es increíble que apenas hayan pasado dos meses desde aquel día que hoy siento tan remoto. Nos recibieron algunos soldados mustios y cansados, cubiertos de barro e inmundicias, con una chispa de locura, rabia y desesperación en el fondo de sus ojos, con un permanente cigarrillo colgando de los labios y un olor a sudor añejo y a excremento, como si no se hubieran bañado en toda su vida. Algunos estaban sentados cambiándose los calcetines y frotándose los pies con aceite de ballena, mientras que otros permanecían recostados en los escalones de fuego mirando el piso, con la barbilla en la mano, recordando quién sabe qué cosas simples y maravillosas de su pasado. Un superior, el capitán Bertrand, un poco menos sucio que el resto pero con la misma chispa de delirio en sus ojos, no paraba de sonreír y de contar chistes a todo pulmón. Hasta ese día iba a permanecer en el frente, pues el alto mando lo acababa de asignar a otra región, y se jactaba por escapar vivo de Verdún sin la menor misericordia por quienes nos quedábamos. Sin embargo, nadie parecía enojarse por sus bromas, pues, como me enteré después, el capitán demostró un gran valor durante el tiempo que pasó en las trincheras, así como aplomo y solidaridad con todos sus compañeros, con lo cual se ganó el respeto y el sincero aprecio de toda la tropa. Antes de marcharse, le pidió a un reportero de guerra que rondaba el sector buscando noticias, que nos tomara una imagen para tener un recuerdo de sus muchachos cuando estuviera lejos. Nos hizo posar, algunos sentados en los escalones del parapeto, otros recostados en el parados, y el resto al fondo, de pie frente a un quiebre de la trinchera. Yo estaba demasiado nuevo para entender nada, y me limitaba a esperar donde me indicaran y a mirar con asombro y admiración a aquel contingente de hombres valientes, curtidos por las cicatrices de la guerra. Al terminar de tomar la foto, el capitán le solicitó al reportero que le guardase una copia cuando la revelara y después se marchó a paso lento, sin mirar atrás.

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Quizás el término “trinchera” no te diga mayor cosa. A mí tampoco me lo decía antes de venir aquí, donde lo comprendí del peor modo que se pueden aprender estas cosas. Lo que te puedo asegurar es que en las pequeñas guerras independentistas y civiles de nuestros países nunca se vio nada semejante. Una trinchera es un conjunto de zanjas profundas en la tierra, interconectadas entre sí, que forman un laberinto de caminos zigzagueantes, con una profundidad promedio de dos metros, a veces mucho más. Para poder mirar las trincheras del campo enemigo, que está al frente de nuestras trincheras de primera línea, hay unos agujeros en el parapeto, a los que puedes acceder si te montas en unos escalones tallados en la pared de tierra. Esos mismos escalones se utilizan para dispararle al enemigo en las escaramuzas, por lo que se llaman escalones de fuego. Pues un día, mientras miraba por uno de esos agujeros, fue cuando conocí al Sargento Martínez, un mexicano de buen corazón que se vio envuelto en esta guerra prácticamente desde su comienzo, y al que no le quedó más remedio que asumir el compromiso con fundamento y mística. Era un guerrero implacable, audaz, con sus ojos puestos en todos los rincones de la esfera. Nunca lo vi durmiendo más de dos horas seguidas, y ni aún dormido se desconectaba por completo de la realidad de la trinchera, porque a la menor señal de alarma en menos de cinco segundos estaba de pie con el fusil en la mano, listo para matar al primer enemigo que se atravesara en su camino. Ese día, cuando yo estaba mirando más por curiosidad que por estrategia a través de los agujeros del parapeto, Martínez me templó por la chaqueta del uniforme, y me dijo con su áspero español de charro que jamás sacara mi cabeza de la trinchera a menos que fuera obligatorio, pues del otro lado había cualquier cantidad de francotiradores alemanes deseosos de atravesarme los ojos con una bala, o que acaso un tiro perdido de metralla terminaría embarrando las paredes con mis sesos. Fue un consejo de buena fe, que por supuesto agradecí y tomé siempre en consideración durante los dos meses que viví en Verdún. Si quería saber lo que hacían en el campo enemigo, más allá de la tierra de nadie, en lugar de sacar la cabeza de la frágil seguridad de la zanja debía utilizar uno de los rudimentarios periscopios que abundaban entre la tropa, y mantenerme así lejos de la línea de fuego.

Entre trinchera y trinchera, retorcidos y con sus sierras de dientes de tiburón listas para devorar a los más temerarios y a los incautos, estaban tendidas las alambradas de acero, las cuales ralentizaban el avance de la infantería enemiga cuando se disponían a atacar. Estos alambres sufrían daños todos los días por los tenaces fuegos de artillería y las granadas, y solo en las noches, cuando la oscuridad fijaba un tenso y frágil alto al fuego, es que podíamos salir de nuestras madrigueras para reparar los destrozos del día, tanto en los alambres como en las paredes derrumbadas de las trincheras, y tratábamos de alejar en lo posible a los cadáveres descompuestos de nuestros compañeros más desafortunados, ya que no contábamos con tiempo suficiente para brindarles una sepultura digna. De esta manera, la actividad en el campo duraba las veinticuatro horas del día.

Algunos sectores de las trincheras están constantemente inundados por la falta de sistemas de drenajes adecuados, pero... ¡Qué vamos a saber de drenajes nosotros, los vulgares soldados de pico y pala, que dejamos la piel de nuestras manos pegada a las herramientas en las duras jornadas para excavar nuevas trincheras! Nuestros superiores no pueden pedirnos mucho más que sobrevivamos sin dejarnos paralizar por el pánico. Ante la falta de drenajes y de pendientes, las trincheras se inundan con las lluvias, la tierra bajo nuestros pies se vuelve limo helado y pegajoso, y es entonces cuando la sencilla tarea de dar un paso se convierte en un desafío titánico. El lodo se traga nuestras botas, se nos empapan los uniformes, el barro nos cubre los ojos, la boca y las orejas, y no encontramos un lugar sólido en toda la maldita trinchera donde podamos apoyar las manos para levantarnos. Y arriba, sin parar ni un segundo, siguen retumbando las explosiones de los morteros y la artillería, fuegos amigos y enemigos que van y vienen, como en una danza maléfica, como en el cenit de una gran celebración dedicada a la muerte.

Es fácil perder el sentido de la ubicación durante los enfrentamientos más implacables, y quedar desamparado entre las ruinas, los gritos y los restos de cadáveres que sobresalen de las paredes al derrumbarse. Es un paisaje tenebroso, de donde parecieran asomarse fantasmas en los rincones y las esquinas, en especial cuando comienza a oscurecer. Si es verdad que las almas de los soldados muertos quedan penando en el lugar donde los alcanza una muerte violenta, entonces sin duda hay más de un millón de fantasmas en las trincheras de Verdún.

En más de una ocasión creí perder la cordura. Vi sombras que me llamaban, siluetas que me perseguían, y varias veces escuché voces que me invitaban a salir de la trinchera para acabar pronto con el sufrimiento. Casi siempre el buen Martínez, el sargento mexicano, me sacaba de aquellas posesiones con un grito o con un oportuno espaldarazo, y yo se lo agradecía, porque en aquel peligroso laberinto al que pierde contacto con la realidad no tardan en asesinarlo. Siempre estábamos cerca uno del otro, cuidándonos las espaldas, pues, en este mundo ajeno y en guerra, la afinidad de nuestra sangre nos hermanaba y nos obligaba a confiar mutuamente.

A veces, cansado y con el cuerpo adolorido, me acostaba en el piso de la trinchera o en un medio túnel excavado en la pared, y me ponía a pensar en lo absurdo que resultaba todo esto de estarnos matando unos a otros. Toda guerra no es más que una lucha fratricida, independientemente de las causas iniciales. ¿Qué puede importarnos a los soldados que vivimos hundidos en el lodo hasta las rodillas, que nunca saciamos el hambre y que pasamos días enteros sin dormir, las luchas por los mercados internacionales, la distribución geopolítica de los territorios o los movimientos secretos en las cúpulas del poder? Nosotros, tanto los de este lado como los supuestos “enemigos”, los que vamos al frente exponiendo nuestros ciudadanos pechos a las balas de los fusiles y al vómito de fuego de los lanzallamas, terminamos convertidos en simples instrumentos de ciega destrucción, manipulados por los caprichos y la ira de esos seres todopoderosos que jamás llegaremos a conocer, pero que dictaminan nuestro destino a su antojo. En los peores momentos de turbación, llegué a sentir aflicción y sincera hermandad por los soldados alemanes que padecían nuestros mismos sufrimientos en sus ratoneras, más allá de la tierra de nadie, y a quienes estábamos condenados por órdenes superiores a asesinar con lo que tuviéramos a la mano. ¿Quiénes mejor que ellos para comprender nuestras angustias? Ellos también sentían hambre, miedo y fatiga, y, al igual que nosotros, dormían sobre una cama de cieno y se arropaban con una cobija de humo y estrellas.

Muy por encima del pensamiento terrenal, tan potente y brillante como el sol detrás de las tormentosas nubes negras, siempre ha estado el humilde recuerdo de la paz que dejé mi hogar, Ana, y mis pensamientos hacia ti, mi único tesoro. ¡Qué necios somos los hombres, que solo aprendemos a valorar los dones y regalos que nos da la vida una vez que los perdemos, cuando es demasiado tarde! ¡Qué no diera por tenerte cerca ahora, para perderme como un niño en tu pecho y en tu abrazo, y recibir la luz de tu consuelo!

En los ratos de tranquilidad, nos aturde el aburrimiento. Pasamos hora tras hora sentados en nuestro puesto, esperando a que suceda ese algo que no terminaba de ocurrir. Son las calmas tensas, donde el miedo a morir destrozado por un obús convive con la vocecilla en nuestra cabeza que no cesa de murmurarnos disparates. Estamos muy agotados, y apenas el instinto de supervivencia nos da un poco de energías para respirar otra vez, otra vez, otra vez...

Mi llegada al batallón coincidió con un momento en que la moral de la tropa estaba muy decaída. Acababan de sacar al general Pétain del frente, y lo reemplazaron por el general Nivelle, quien tiene fama de déspota y tirano. Para ahondar la amargura colectiva, en esos días fusilaron a dos tenientes por abandonar su puesto sin autorización, cuando la verdad es que se retiraron momentáneamente para buscar más municiones, pues los dejaron durante mucho tiempo en la posición sin enviarles refuerzos. Su ejecución nos deprimió aún más, porque nos llevó a la clara conclusión de que nuestro destino era la muerte, ya fuera en manos de los alemanes o por las absurdas decisiones de nuestros propios líderes.


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El término “lucha patriótica” llega a sonar ridículo cuando tienes que abrirte tú mismo con el puñal los abscesos de las picaduras de insectos y las ampollas enormes que se forman en las plantas de los pies. No creo que haya un solo soldado en toda la tropa que no se pregunte cada mañana: “¿Vale la pena todo esto?”. Vivimos en condiciones infames, empapados, siempre hambrientos, casi congelados, y librando una batalla paralela en nuestra propia trinchera contra los parásitos que intentan robarnos la poca sangre que nos queda en las venas. Estamos infestados de piojos, garrapatas, pulgas y ladillas; parecemos perros sarnosos pues no paramos de rascarnos. A este tremendo martirio, se suma el de los mosquitos, los escorpiones, las serpientes ponzoñosas y las ratas gigantes, tan grandes como gatos o conejos, pero mucho más feroces y tenaces, que intentarán arrancarle la nariz de un mordisco al primero que se quede profundamente dormido. Hay miles, millones de ratas regadas en las trincheras, y no vale de nada el esfuerzo que hagamos por deshacernos de ellas, pues por cada una que muere nacen diez o cien más. Se alimentan de los cadáveres de nuestros compañeros y por eso están gordas como cerdos. Yo abrí a varias por la mitad con la punta de mi bayoneta, pues tenemos orden de no dispararles para no malgastar municiones; sin embargo, a pesar del hambre, no me atreví a comerme ninguna, pues las ratas transmiten muchas enfermedades mortales con sus heces y sus carnes.

Nuestra comida habitual es la sopa de guisantes, nabo y zanahorias, con algunos mezquinos trocitos de caballo. A veces, los cocineros se las ingenian para prepararnos comidas que nunca logramos adivinar de qué están hechas, pero que al menos cumplen con el propósito de mantenernos vivos. Tomamos el alimento en cualquier lata disponible, sin importar si está sucia u oxidada, y siempre, siempre, la comida llega helada a nuestras manos. A pesar de que los altos miembros del gobierno se rasgan las vestiduras declarando que los soldados comemos bien y que somos muy felices en la guerra, la pura verdad es que aquí vivimos como animales, y que el hambre es un enemigo más tenaz que el ejército alemán. Lo único que tenemos en abundancia son cigarrillos, cajas y cajas de cigarrillos, de manera que, para aguantar el ocio, el miedo y el hambre, ningún soldado en todo el frente pasa un solo segundo sin fumar: se prende un cigarrillo con la cola del anterior, lo que convierte a la trinchera entera en el gran cenicero de Dios.

Otro gran tormento es la constante amenaza de bombas tóxicas. Las lanza la artillería, y vienen rellenas de fosgeno u otros gases mortales. Cuando suena la campana que alerta los ataques de gas, corremos a ponernos nuestras máscaras, rezándole a Dios para que los filtros sean los correctos, y que los alemanes no estén probando algún otro gas más agresivo que los de costumbre. Yo, afortunadamente, nunca me contaminé con estos químicos, pero sí vi a dos compañeros que cayeron bajo las garras del fosgeno porque tardaron demasiado en ponerse sus máscaras antigás. Ese día no sintieron nada, pero al siguiente comenzaron a toser, a vomitar y a asfixiarse. Los trajeron a la enfermería, donde murieron al poco tiempo con los pulmones llenos de líquido. Eran unos buenos compañeros, humildes y solidarios, que el Señor los tenga en su gloria. Por este temor, a pesar de la incomodidad de usar estas máscaras que nos sofocan, nos rompen la piel y se empañan los anteojos hasta dejarnos casi ciegos, a la menor sospecha de gas nos las ponemos rápidamente, y nos aferramos a ellas con la misma desesperación y miedo que un náufrago a un pedazo de madera.

Otro fantasma que nos persigue y aterroriza es el “pie de trinchera”. Al pasar semanas con los pies enterrados en el barro frío, estos comienzan a hincharse y a ponerse rojos. Luego ataca el dolor, y, al final, llega la gangrena. Se pudre el pie, y la piel comienza a caerse a pedazos. Primeros los dedos, luego la planta, y en los casos más graves queda el hueso al descubierto. El olor es terrible. Ahora mismo, en la camilla de al lado, está un compañero cuyo nombre no recuerdo, con ambos pies necrosados. Seguramente se descuidó en la rutina de cambiarse los calcetines varias veces al día y frotárselos con grasa para ayudar a circular la sangre. Su descuido le costará la amputación de los pies, o quizás termine muriendo a causa de la infección. Duerme casi todo el día, temblando de fiebre, y cuando se despierta llora, llama a su madre, y le pregunta a la enfermera entre desvaríos que qué huele así, como a carne podrida, a lo que ella le responde para consolarlo que es una medicina que le están aplicándo para bajarle la fiebre. Supongo que nunca se imaginó que la guerra le tenía reservado este lamentable final...

Puedo afirmar que los soldados alemanes son seres despiadados, aunque seguramente ellos opinarán lo mismo de nosotros. Sus bayonetas son serradas, pues no les basta con matar a su adversario sino que además desean causarle un dolor infernal antes de morir. Son expertos en el uso de una amplia gama de gases tóxicos con los cuales quitarnos la vida o dejarnos imposibilitados para el combate; sus fusiles son superiores a los nuestros, y tienen la mejor artillería del mundo. Cuando rugen sus obuses, el suelo entero de Verdún se estremece. A sus francotiradores no les tiembla el pulso, y cuando sus infantes toman nuestras trincheras armados con aquellos monstruosos lanzallamas, cualquiera podría pensar que no conocen el miedo ni la piedad. Haciéndoles un justo reconocimiento, debo decir que son unos valientes y formidables enemigos que se han ganado nuestro respeto. Ignoro qué final tendrá esta Gran Guerra y sus consecuencias para la humanidad, pero, en mi opinión, si todos los soldados alemanes pelean como lo han hecho aquí, existe una fuerte probabilidad de que la Triple Alianza resulte vencedora y lleven al bando Aliado al exterminio.

El treinta de junio lo vi por primera vez. Fue en pleno intercambio de fuego con los alemanes, en la cúspide de la batalla, cuando nos gritábamos insultos de todo tipo y en todos los idiomas, y nos lanzábamos granadas improvisadas con cualquier lata que encontráramos en la trinchera. Llovía a cántaros, y nuestros muertos flotaban vergonzosamente boca abajo en el barro y la inmundicia, vencidos por un pesado sueño del que no se despertarían jamás. Retumbaban como nunca los morteros y los obuses de mil kilogramos. En el paroxismo del combate, yo no sabía para dónde correr, o hacia dónde disparar. Se me atascaban las piernas en el barro, y me caía cada vez que intentaba dar tres pasos seguidos. Los soldados corrían trastabillando de un lado a otro de la trinchera, se gritaban instrucciones que nadie comprendía, y los lamentos de los heridos le imprimían a la atmosfera un tinte de pesadilla mortal. Entre tanta confusión, opté por no perder de vista al sargento Martínez, para seguirlo e imitarlo en la medida de mis capacidades. Sin embargo, al poco tiempo una granada explotó cerca de mí y parte de la onda expansiva me arrojó otra vez de cabeza al barro. Sordo por la explosión y medio ciego por la tierra en mi rostro, convencido de que había llegado mi hora final, observé que entre los compañeros estaba un hombre de unos veinte años, que me miraba ajeno a todo el frenesí del instante y me sonreía de modo perturbador. Tenía las manos guardadas en los bolsillos del sobretodo, estaba seco y con la ropa limpia. Dos soldados lo atravesaron sin notarlo, y fue entonces cuando descubrí que, o bien se trataba de una aparición sobrenatural, o al final me había vuelto loco, como tantos otros camaradas que no soportaron el estrés de la guerra y sus bombardeos. Sacó una mano del bolsillo y, sin dejar de sonreír, me apuntó con su dedo índice. La lluvia no parecía mojarlo. Comenzó a carcajearse, señalándome siempre, hasta que dos manos me sujetaron fuertemente por los hombros para levantarme y devolverme al mundo real. Era el sargento Martínez que llegaba a auxiliarme. Me sacudió dos veces, y me preguntó si estaba herido. Yo continuaba ensordecido por la explosión de la granada, pero comprendiendo el sentido de su pregunta negué varias veces con la cabeza. Por más que miré hacia todos los rincones de la trinchera, el fantasma había desaparecido. Así como llegó, se fue.

Después de ese día, seguí viendo al fantasma por todas partes. Algunas veces lo divisaba apenas unos segundos; otras, durante periodos mayores, pero la rutina era casi siempre la misma. Me miraba, y sonreía. No era una sonrisa buena, pues había algo de perversidad en su gesto burlón. Y así como podía pasar varios días sin verlo, de igual modo, en los peores momentos, podía presentirlo toda una tarde en cada rincón de la trinchera.

Con el paso de los días las cosas parecían empeorar: el hambre, el cansancio, los dolores, la paranoia, y, junto a mi caída, surgía el espectro fortalecido. Comencé a verlo en los rostros de los compañeros, en las latas de sopa, en el fondo de las letrinas, y hasta en mis sueños, en aquellos breves ratos en los que podíamos descansar. Como es de suponer, una vez superada la impresión de la novedad llega la costumbre, de manera que terminé por aceptar la presencia constante de aquella alucinación que me perseguía. No tardé en darme cuenta de que, además de su sonrisa burlona y el gesto de señalarme con su dedo índice, el fantasma no parecía tener intenciones de dañarme. Un día, cuando llevaba varias horas de pie montando guardia, aburrido y hastiado, aproveché que no había nadie cerca y que el fantasma descansaba a mi lado, para encararlo y preguntarle si tenía algún mensaje que darme, o si su presencia en las trincheras era motivada por un fin en particular. Por toda respuesta abrió más la boca, soltó una carcajada silenciosa, y me hizo señas con sus manos para que esperara. Comprendí su gesto como si quisiera decirme: “Ten paciencia, que todo viene a su tiempo”.

El veinte de julio, mi último día en las trincheras, comenzó igual que los demás, con una bienvenida de morteros y gritos. Comenzaba a llover, y una neblina de pólvora quemada y humedad venía avanzando poco a poco hacia nosotros, con flojera, como si también la naturaleza estuviera cansada de nuestra larga batalla. El sol aparecía por segundos detrás de las nubes grises, solo para volverse a ocultar al instante siguiente. El sargento Martínez y yo montábamos guardia en la primera línea de trincheras, junto con otros desafortunados compañeros que discutían desde hacía rato sobre qué negocio sería oportuno comenzar una vez finalizara la guerra. Rompiendo el silencio y sin perder su habitual solemnidad, Martínez me dijo que se acercaba el día de su retiro de Verdún. Le informaron extraoficialmente que en el transcurso de agosto llegaría su orden de movilización a los batallones del sur, donde la situación estaba mucho más tranquila que en el norte y en el este. Como todos nosotros, a pesar de no quejarse nunca, también él estaba harto de vivir en aquel claustrofóbico mundo de cajones. Me confesó que anhelaba volver a bañarse con agua caliente y jabón, comerse un bistec encebollado, y emborracharse durante varias semanas seguidas con pulque. Mientras hablaba, también yo pensaba en silencio en nuestro hogar, Ana, con una nostalgia infinita, preguntándome cuánto quedaría de guerra, fuese cual fuese el final. No es común que los soldados de trinchera hagan planes a futuro, pues las probabilidades de morir o de quedar mal herido son muy altas, y cuando lo hacen es para darse esperanzas a sí mismos de que saldrán con vida algún día. Mientras Martínez me hablaba de su vida pasada en Tijuana, y yo recordaba con lágrimas en los ojos a mi Mérida querida, con su clima fresco, su gente noble y sus montañas inmensas.

El caos comenzó sin que apenas nos diéramos cuenta. Tiros, explosiones, gritos, llamas... Vi a Martínez caer, sin decir una palabra ni emitir una queja, con un tiro que le dio de lleno en el rostro. Comencé a disparar hacia el borde superior del parapeto, sin saber a quién o a qué. Vi a otros compañeros que caían bajo la tormenta de fuego y acero del enemigo. Los alemanes habían capturado la trinchera.

Logré dispararle a dos alemanes que salieron detrás de un quiebre de la trinchera, aprovechándome de que estaban un poco más desorientados que yo. Después de eso, el tiempo pareció detenerse. Se escuchaban gritos y detonaciones a izquierda y derecha. El tramo de trinchera donde yo estaba no llegaba a los veinte metros de largo, entre diente y diente. Por un momento, tuve la certeza de que todo se había perdido y de que en pocos momentos estaría irremediablemente muerto.

Mientras pensaba en las cosas que me faltaban por vivir, volvió a aparecer el fantasma. Esta vez no sonreía, sino que estaba muy serio y no apartaba sus ojos de los míos. Recuerdo que le dije: “Hasta aquí llegamos, fantasma”, y me eché a reír, entre lágrimas, como esperando el final. La visión negó con la cabeza, y señaló el cadáver del Sargento. No sé por qué, pero interpreté su gesto como si me sugiriera que utilizará el cuerpo de Martínez para cubrir el mío y me hiciera pasar por muerto, como una última esperanza.

Me acosté al lado del sargento y me hundí cuanto pude en el barro, dejando solo la punta de la nariz fuera del agua lodosa. Me arropé parcialmente con el cadáver de Martínez, de cuyo rostro aún manaba un chorrito tibio de sangre. El disparo le había pulverizado la nariz y la mandíbula superior, y por su occipucio guindaba una tira gelatinosa que parecía ser parte de sus sesos. Asqueado y con náuseas, arrojé lo más lejos que pude el fusil, cerré fuertemente los ojos y volví a sumergir parte de mi cabeza en el lodo. El fango que cubrió mis oídos atenuó el sonido de las explosiones, y me ayudó a imaginar que el pavor de la guerra se había mudado a otra parte, un poco más lejos. Con los ojos cerrados, me dispuse a relajarme y a esperar la muerte que traían los fusiles del ejército alemán.

Mientras continuaba sumergido en el lodo de la trinchera, cubierto por el cadáver del sargento, me atacó la certeza de que me estaba comportando de modo indigno. Más honroso sería morir de pie, con mi fusil en la mano, dando mi último aliento a la causa y dedicando mi muerte al resto de los compañeros que partieron primero. Pero no pude hacerlo. La verdad, es que no quería morir, que me acobardé cuando llegó la hora, y por eso vi como una balsa de salvación la idea de ocultarme como un pusilánime. Casi sin respirar, escuchando el palpitar del corazón como si se tratara de un timbal que retumbaba en mis oídos, continué esperando sin moverme ni un milímetro. Sentí a los alemanes que llegaban trotando a mi sector de trincheras y pasaban a mi lado sin detenerse a escrutar demasiado, dándonos por muertos. Uno de los soldados de la retaguardia, quizás encargado por un superior a esta infausta tarea, hincó su bayoneta en el cuello del sargento Martínez, tan hondo que la punta sobresalió por su nuca y me perforó el hombro hasta chocar contra el hueso. Aguanté el dolor en silencio, sin mover un músculo de la cara, esperando mi turno en recibir el segundo corte mortal de la cuchilla serrada. En el fondo de mis párpados se proyectaba el rostro del fantasma, sonriendo y moviendo negativamente la cabeza, como si me ordenara aguantar mi sufrimiento en con estoicismo.

Los soldados pasaban uno tras otro sobre nosotros, pisoteándonos sin el menor respeto. Sin embargo, a pesar de que me dolía terriblemente la herida en el hombro, continué tan inmóvil como el sargento que ahora yacía a un lado, boca abajo en el lodo. Más adelante, se escuchó un nuevo repunte de las detonaciones, indicando que el ejército francés intentaba recuperar el sector perdido de las trincheras. Quizás todo esto pasó en un minuto, o en varias horas, no lo sé. El tiempo se estira y se recoge igual un resorte, cuando estamos en brazos de la muerte. Mi resistencia por el dolor en el pecho y el en el hombro al final cedió, y terminé por desmayarme.

Cuando abrí los ojos, ya era de noche. Tenía un frío mortal incrustado en el tuétano de los huesos. Había perdido mucha sangre por la lesión, y pasé varias horas sumergido en el lodo de las trincheras mientras permanecí inconsciente. Estaba mareado, confundido, con náuseas, y no podía estar seguro de si vivía, o si al final también yo había terminado convirtiéndome en otro fantasma de las trincheras. Alcé la cabeza del barro y vi el cadáver del sargento Martínez, que ahora reposaba sobre su costado, con los ojos abiertos pero sin chispa. Quise mantenerme inmóvil por algunos minutos, asegurándome de que todo había terminado, pero el temblor en el cuerpo me avisó que si no me levantaba rápido y comenzaba a caminar, iba a morir de hipotermia. Con un gran esfuerzo me incorporé, me despedí de mi amigo con un ronco “hasta pronto, Sargento”, y me puse a andar a pasos lentos hacia las últimas líneas de trinchera. Me recibieron algunos compañeros, preguntándome, al verme tan mal, que qué me había pasado, temerosos de un nuevo ataque alemán. No recuerdo qué les dije, pues al sentirme seguro entre ellos, me abandonaron nuevamente las fuerzas y me volví a desmayar.

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Desperté al día siguiente, en el mismo hospital militar desde donde te escribo esta carta. Los médicos, durante mi inconsciencia, lavaron y cosieron mis lesiones, y dejaron el resto de mi recuperación en manos de Dios. Hasta ahora la herida del hombro no se ha infectado y cada vez me duele menos, lo que indica que está sanando.

No le conté a nadie de qué deshonrosa manera sobreviví a la batalla, pues si lo supieran seguramente sentirían un gran desprecio y rechazo hacia mí. En una guerra, un cobarde vale menos que un enemigo. Prefiero que me sigan teniendo como el héroe que sobrevivió al choque frontal a que me recuerden como el miserable que se enterró en el lodo y se hizo pasar por muerto, cagado de miedo, bajo el cadáver de un sargento que seguramente jamás hubiera permitido tal indignidad. En estos días de reposo no he dejado de pensar, y siento una profunda pena por los compañeros que continúan en Verdún o en cualquiera de los frentes, exponiendo su vida sin motivos, empeñados en ganar una guerra que de ningún modo debió comenzar.

No volví a ver al fantasma desde entonces. En la enfermería me alimento bien, y duermo casi todo el día, tratando de recuperar el sueño atrasado por estos dos meses en las trincheras. Ayer, después del almuerzo, vino el capitán Bertrand al hospital para visitar a los heridos, ahora ascendido a comandante por su valor en el frente. Estaba de paso por Verdún, asignado para traer algunas informaciones al general Nivelle. Iba saludando a todos los heridos, algunos viejos compañeros de sus primeras campañas, otros desconocidos pero que igual recibían con agrado su saludo y palabras de aliento; y, cuando llegó a mi cama, se detuvo unos segundos para mirarme fijamente. Volvió a la mesa donde dejó su morral, y sacó del interior una amplia fotografía. Retornó al lado de mi cama, me saludó con cortesía, y me recordó que, el último día que estuvo en las trincheras, había ordenado a un reportero de guerra tomarle una fotografía a su pelotón. Yo me acordaba claramente del momento, por lo que asentí con la cabeza. Así que, sin decir más nada, me alargó la fotografía, esta misma que ahora te envío junto con la carta. Instintivamente, miré la parte de la imagen donde estaba yo, y ahí, a mi lado, sonriendo y mirándome fijamente, flotaba la silueta borrosa del rostro del fantasma. El capitán dijo que él no creía en apariciones ni en nada semejante, y que seguramente este efecto se debía a un problema de doble exposición, o a una falla del revelado. Como estas cámaras funcionan con luz, continuó, cualquier pequeña alteración puede resultar en sombras inexplicables como estas.

Cuando intenté devolverle el retrato, el capitán arrugó la cara, y murmuró que tenía otra copia en su casa, y que trajo esta para entregármela si me encontraba vivo, pues la figura fantasmal estaba a mi lado y parecía mirarme. Así tendría algo que mostrarles a mis nietos además de las cicatrices de las batallas, agregó, y sonrió con gentileza. Después de decir esto se despidió, y continuó con su recorrido por el hospital.

Pienso que, a pesar de su discurso valiente y escéptico, en el fondo algo le inquietaba de la fotografía, y por eso decidió que era mejor no conservarla. Yo tampoco la quiero, Ana, pues desde el primer instante en que la vi reconocí en ella al rostro burlón del fantasma. Te la enviaré para que saques tus propias conclusiones respecto de si es una jugarreta de la luz, o si ves en ella algo más que una simple casualidad. Después, si no deseas conservarla, eres libre de arrojarla al cesto de la basura o de quemarla, pues además del espectro, casi todos los compañeros que salen ahí ahora están muertos, lo que me ocasiona un gran dolor que prefiero no recordar, porque eran hombres muy valientes y de buen corazón, que merecían morir viejos y en compañía de su familia, y no arrojados en los bordes de las trincheras sin una cristiana sepultura, comidos por las ratas, los gusanos, los perros y los buitres.

No le temo al fantasma, Ana. Ahora, en la paz de esta cama de hospital, veo las cosas desde otra perspectiva más amplia. ¿En realidad existió, o sencillamente fue un invento de mi subconsciente, motivado al excesivo estrés de la guerra? Los caminos de la mente son tortuosos y complejos... Pero, si en realidad existió tal aparición, definitivamente no quería perjudicarme, sino que se contentaba con mantenerse cerca de mí y atormentarme un poco, apareciendo en los momentos menos oportunos para ponerme nervioso. ¿Sería un familiar errante, el alma de un soldado en pena, o sencillamente un cúmulo de energía a la deriva, perdido entre aquel laberinto de zanjas y pozos? ¿Alguien más lo habrá visto? ¿Cada soldado tendrá su propia versión del fantasma?

No lo sé. Son muchas las cosas que podemos especular sobre el diablo, una vez que logramos escapar del infierno. De lo único que puedo estar seguro ahora, compañera, es que no volveré a las trincheras, pues antes prefiero morir fusilado en el paredón, o pasar lo que me quede de vida bajo arresto. Por el momento, mi objetivo inmediato es recuperarme del maltrato padecido, y marcharme lo más pronto que pueda. Tomaré el primer barco que vaya a América, y no volveré a pisar jamás este continente donde la vida vale tan poco. Quizás te busque –si es que sigues en casa y quieres venir conmigo- para llevarte a vivir a Haití o a cualquier otra isla del Caribe, donde podamos comenzar una nueva vida, sanando nuestras almas de las heridas viejas y pidiéndole a Dios cada día para que nos regale un porvenir bendito y mucho mejor que esta realidad de lodo y fuego.

Tengo alguna esperanza, en el fondo de mi corazón, de que estos paises viejos y poderosos aprendan la única moraleja resaltante de toda guerra, que es evitarla a toda costa, y que nada en el mundo vale la pena tanta crueldad, muerte y sufrimiento. Ojalá, cuando todo termine, no vuelva a asomarse en la historia de la humanidad el fantasma sombrío de la guerra, y que aprendamos a vivir en paz unos con otros, sin que importen banderas y colores, razas y religiones, donde prevalezca el respeto por el prójimo y el derecho que tiene cada nación a determinar su propio destino, manteniéndose la armonía y el equilibrio universal. La paz es mucho más simple y gratificante que la guerra, pero... ¡Qué difícil resulta vencer nuestro propio egoísmo! Quizá la guerra sea una parte indivisible de la humanidad, y esté escrito en las estrellas que los hombres sigamos matándonos los unos a los otros hasta el final de nuestro tiempo.

A pesar de todo lo vivido no dejo de apostar por el futuro porque aún me queda una pizca de fe en la humanidad, especialmente por los niños que no tienen la culpa de nuestros errores imperdonables. Está claro que, a la larga, todo acto violento nos guiará hacia nuestra propia extinción, así que o aprendemos y cambiamos a tiempo, o más temprano que tarde llegará el día en que el único rastro que quede de nuestra civilización será el de las hondas y tristes cicatrices de las trincheras sobre la tierra.

Tuyo para siempre.
Alberto.
Julio, 1916.


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"Tengo alguna esperanza, en el fondo de mi corazón, de que estos paises viejos y poderosos aprendan la única moraleja resaltante de toda guerra, que es evitarla a toda costa, y que nada en el mundo vale la pena tanta crueldad, muerte y sufrimiento."
100 years after, this is still true.

War is only good at the movies. At the real world, it becomes in the reflection of our worst part. Thank you very much for your comment. "The sun rises, and the sun sets ..."

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