La maquinaria perfecta del matrimonio

in #cervantes6 years ago

Saludos, steemianos.

En esta oportunidad les comparto un relato sobre la idealización y el afán de perfección, costumbres arraigadas del hombre, enfocados en la vida marital. De antemano agradezco sus lecturas y comentarios.

La maquinaria perfecta del matrimonio

Sentada frente al espejo, cepillaba su cabello tan absorta de la tarea que parecía una acción más de costumbre que de interés. Su mente estaba tan lejos como tan concentrada en cuestiones que parecerían sencillamente insignificantes para cualquier mujer de su edad, insignificantes para cualquier persona de su edad; aun así, sin preocuparse en lo más mínimo por la trascendencia de sus ideas, pensaba en lo hermoso que sería enamorarse nuevamente y trataba de imaginar lo que se sentiría estar enamorada verdaderamente, sin intervención externa o de contrato alguno.

Su mirada iba del reflejo inexpresivo que el espejo le mostraba al infinito vacío al cual su recién descubierta conciencia le permitía acceder para entregarse sin condición ninguna a la exploración íntima y profunda de su pensamiento, de lo que realmente creía y sentía, a la exploración racional y emotiva de ella misma. Desde la idea del amor primo, que se esbozaba como deseo silencioso dentro de sí, comparaba lo que imaginaba se sentiría experimentarlo y lo que creyó sentir en el proceso de compra-venta que le permitió conocer y desposarse con Mario. Era una idea iniciada desde un aparente desperfecto, que se movía imperceptible desde hace poco más de ocho meses y, a medida que se expandía en ella, iba creando dudas y preguntas, generando más ideas contrarías a lo que sería su propósito como mujer y como esposa.


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Dejando el cepillo sobre la cómoda, junto a un perfume sin estrenar que su esposo le había obsequiado recientemente por su 6to aniversario, constató en su reloj de pulso la hora. Faltaban diez minutos para las 12:00pm, en hora y media estaría Mario llegando a casa a almorzar. Se levantó lentamente y de la misma forma caminó hasta la cocina, buscó en el refrigerador dos zanahorias y unos cuantos tallos de apio. Mientras cortaba los vegetales sobre el rectángulo de madera destinado a esa tarea, recordaba lo complaciente, sumisa y permisiva que había sido durante su matrimonio. Su corte de cabello, el color del barniz de sus uñas, las palabras que generalmente utilizaba, sus gestos cotidianos… todo había sido elegido por Mario y sin siquiera imaginar que existiera forma de negarse ella simplemente lo había aceptado sonriendo. Se había esmerado hasta lo imposible por ser lo que él esperaba y quería. Ahora le parecía estúpida la forma en la que se había comportado, el desinterés íntegro hacía ella misma y las decisiones que debió tomar sin que nadie más, ni siquiera su esposo, interviniera. Le molestaba cada asentimiento, cada “sí” entusiástico, cada gesto y expresión de aprobación, le molestaba infinitamente que ante él todo lo anterior fuesen las únicas expresiones de las cuales pudiese valerse.

Cuando posó los ojos sobre la tabla y el cuchillo, notó que tenía un finísimo corte en el pulgar izquierdo. Miró por un instante la abertura y luego continuó cortando vegetales tan indiferentemente como lo venía haciendo. No le importaba ya lo que antes pensó era o merecía su entero interés; le preocupaba ahora ella, y las crecientes sensaciones nuevas que turbaban su sistema y le provocaban pequeñas conmociones internas. Admiraba lo insignificante, lo que parecía tan común que no merecía gran atención. Por eso, después de que Mario se dormía, se sentaba junto a la ventana a observar el cielo nocturno sin esperar ver nada en particular; salía a caminar sin tener motivo o destino previsto, sonriendo cuando veía revolotear cerca alguna mariposa y siendo invadida inesperadamente por una melancolía casi agradable al ver cualquier niño jugando.

Los días se le iban en detalles diarios que le parecían encantadores y en la contemplación de su vida desde la visión propia del interés, del deseo, de la necesidad y, lo que se avergonzaba en admitir, del egoísmo. Precisamente por eso continuaba aparentemente sumida en la programación original que se le había impuesto al ser creada. Avergonzada de pensarse egoísta, avergonzada del mismo hecho de pensarse, de poderse contemplar como un ser con profundidad más que mecánica, evitaba con verdadero esfuerzo quejarse, gritar, romper lo que tuviese a la mano arrojándolo a la pared más cercana y escapar. Incapaz todavía de mostrarse, aborrecía silenciosamente la mayoría de las cosas que le pertenecían, desde el vestido que llevaba puesto bajo el delantal hasta que su cabello fuese tan largo que rozara su espalda baja; le molestaba tener que llevarlo recogido casi todo el tiempo, le molestaba tener que cocinar tres veces al día de forma excepcional y puntual, le molestaba limpiar y lidiar con las compras y el mantenimiento de la casa, le molestaba su inconformidad y la poca determinación que tenía, o que aun no desarrollaba, para poder decirlo a su gusto.

A pesar del disgusto que le producía su existencia, lo que la rodeaba le transmitía sensaciones diferentes. Sus vecinos, por ejemplo, que peleaban casi a diario por el gusto desproporcionado al licor que el marido no se molestaba en ocultar, le agradaban por el simple hecho de ser una pareja real; le agradaba que después de las discusiones su vecina llorara y maldijera a voz viva al esposo, que desde el porche escuchaba mientras fumaba un cigarrillo. También le agradaba el matrimonio de enfrente, le agradaba que la esposa la invitara a conversar una vez por semana y, junto con las demás esposas asistentes, hablaran de lo ineptos que eran sus maridos, de los inútiles esfuerzos que realizaban por satisfacerlas y de lo frustradas que se sentían, de lo mucho que sus maridos hacían por arreglar los daños que percibían sin saber siquiera a qué se debían. Le agradaba, causándole una maravillosa admiración, la forma en que esas mujeres con vidas rotas, llenas de insatisfacciones y frustraciones, se negaban a rendirse, se negaban a divorciarse, excusándose en el ilusorio argumento del amor para soportar todo aquello que les dejaba una sonrisa divertida en el rostro. Le agradaba Mario, y era lo que podía permitirse dejar en claro ante la turbulencia emocional que este le hacía sentir.


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Ocupándose nuevamente en su tarea, notó sin sorprenderse que casi todo el almuerzo estaba listo, como si la presencia cognitiva de sí misma fuese independiente de las acciones autómatas que realizaba. Sobre la única hornilla encendida descansaba un guiso que ya hervía. Apagando la cocción, se volvió hacía los estantes que ocupaban la parte superior de una de las paredes y buscó un plato para Mario, que seguramente en quince minutos llegaría. Todavía se preocupaba por él, lo cuidaba y procuraba hacer lo necesario para que estuviese bien, lo necesario para cumplir con su parte del acuerdo matrimonial. Por eso tomó el plato blanco, el que él prefería sobre el resto de la vajilla. Tomó una cuchara y mientras colocaba en el plato porciones más o menos iguales de todo lo que había preparado, trataba de dar a Mario un lugar definido en lo que sentía, si eran sentimientos lo que realmente experimentaba y no fallas del sistema en su programación. No podía hacerlo, Mario era mucho más que un “me gusta” o un “me desagrada”.

Era sin duda un hombre que la quería, que le procuraba lo que pensaba ella necesitaba y le daba regalos a veces innecesarios, aunque encantadores. Aun así no sabía si lo percibía de esa forma por ser él lo que se llamaría un “buen esposo” o por el hecho de ser ella una herramienta mecánica fabricada para complacer, servir y no contrariar a quien sería su marido. Cada vez que lo pensaba, cada día que pasaba, la interrogante se hacía más enrevesada y más le costaba simular un funcionamiento cabal frente a Mario, que parecía no saber absolutamente nada de lo que ella atravesaba. Las cosas que sabía, lo que podía dar por sentado, producían emociones concretas: cocinar le gustaba, la forma en la que se vestía le desagradada, el gato que todas las tardes maullaba en un patio vecino le irritaba infinitamente, cosa contraria a los grillos que en las noches húmedas daban musicalidad a su contemplación existencial. Muy distinto le ocurría con lo abstracto, con lo que no podía concretar como idea: Mario.

Las otras esposas, sumidas en un repertorio variado de quejas contra sus esposos, parecían ser, muy contrariamente a lo expresado, felices. Parecían querer a sus esposos a pesar de los defectos, imperfecciones y errores que estos constantemente manifestaban y repetían. No sería descabellado, entonces, que ella lo fuese teniendo un esposo que aun no atentaba contra su condición de mujer, al menos no conscientemente. Algunas veces, contemplando la situación desde su reciente profundidad de consciencia, le parecía todo el asunto irónicamente gracioso. Mario no necesitaba adquirirla, no iba a pasar su vida solo si se proponía encontrar una mujer que lo quisiera, aun así prefirió comprarla y era ridículamente gracioso que un hombre que pudiese relacionarse prefiriese no hacerlo. Era gracioso sentir como anárquicamente se sublevaba todo propósito y principio para los que habían sido creada y empezaba a percibirse como un ser vivo, al menos a nivel cognitivo. Lo más gracioso era su nombre, una decisión del fabricante que sin duda eligió como el insulto sátiro que el hombre con tanto fervor dedica a Dios en toda creación semejante a la creación divina. Pensando en eso, riendo por eso, le sorprendió el sonido de la puerta al ser abierta.

Dejando el portafolio en el recibidor, el esposo se dirigió directo al comedor, donde su mujer lo esperaba con el almuerzo caliente como todos los días. Se sentó en la cabecera de la mesa y dedicó una sonrisa a su compañera, que le observaba desde el extremo opuesto. La expresión de ella era indefinida, pero no era nueva, ya la había visto y no se molestó en prestarle atención alguna. Colocó sobre la mesa un ramo de lilas, obsequio para ella. Ella no hacía más que pensar, dividida una vez más entre la condición autónoma de su propósito y la creciente percepción que le permitía dar matices renovados a todo lo que estaba a su alcance. No prestaba atención al marido, que terminó gustoso su almuerzo, ni a las flores que aun descansaban en el mismo sitio de la mesa donde él las había colocado. Cuando escuchó que Mario le hablaba, volvió a ser consciente de lo inmediato y vio, al fin, las flores. No sabía que había dicho él, pero dedujo que tenía que ver con el ramo, así que se levantó, llevándose con ella las lilas y el plato vacío.

Cuando reapareció, Mario daba repetidos toques a su labio inferior con el dedo índice de su mano izquierda, ella sabía que estaba pensando. Acomodadas las lilas en un florero, las colocó en un mostrador ubicado junto a la ventana en la que se sentaba todas las noches. Imaginarse sentada esa misma noche allí, viendo el cielo y escuchando los grillos, aromatizando el ambiente el perfume de las lilas, la hizo sonreír deseosa. No escapó la sonrisa a su esposo.

-¿Está todo bien?– preguntó él visiblemente confundido. Ella lo miró fijamente, abrió la boca y nada más que silencio produjo. Caminó pausadamente hasta la mesa y se sentó en el lugar que acostumbraba a ocupar frente a él, sosteniéndole la mirada que se había hecho más interrogativa.

-¿Todo está bien?– preguntó Mario nuevamente, y en tono autoritario, desconocido por ambos, agregó –Respóndeme, Eva. Di algo.


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-Debemos hablar… -fue lo que respondió, maquinalmente, entre una sonrisa nerviosa y un gemido acompasado.

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El gemido acompasado es un final perfecto. Este relato me gusta. Saludos, @ramhei.textual.

Hola @ramhei.textual, upv0t3
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<3 Este es un corazón, o un helado, tu eliges .

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Me gustó, @ramhei.textual. Un relato trabajado con mucha precisión y dilatación, lo propio de una narración de conflicto psicológico bien llevada, en consonancia con el carácter del personaje principal. El final se corresponde perfectamente. El cuento es muy cinematográfico, por cierto (me ubiqué en uno de esos filmes de Bergman sobre el matrimonio).

Muchas gracias por tan completa observación.
Un gusto que me lea.

A ver, @ramhei.textual, me pasaron varias cosas con tu texto. Una, los juegos sintácticos funcionaron como una cadena que me halaba hasta el final. Dos, de momento me detenía a imaginar el paisaje interno y el externo. Tres, hay un poco de ese personaje principal que me hace compararlo con un recuerdo tuyo y que creo que se corresponde con una modificación sublime del símbolo Eva. No sé por qué, pero pensé que el dedo cortado tendría algo que ver con el final. Ja, ja, ja. (Yo siempre de predispuesto). En fin, me gustó mucho. Muy bien creado, bien escrito, bien pensado. Felicidades.

Agradecido por tu lectura y por tan buenas observaciones.
Espero nos veamos pronto para conversar sobre ese recuerdo (ni idea de cuál podría ser).
Un abrazo, @fafavasquez.

Esto me hizo recordar la Casa de munecas de Ibsen.

Muchas gracias por la asociación, y muchas más por tu lectura.

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