El Último Cuento Parte III

in #cuento7 years ago

Y allí estábamos, los dos perplejos, asustados.

  • No, Roberto, no puede ser.
  • Es así, mujer, como te he dicho. Los poetas, los escritores… y los nuevos, Cabrera, Leopardi, la China Rojas, Marcy, Pino, Morey Lezama, Rivera, Aliendres, García, la otra Betancourt, y… ¡hasta el panita Willins!

Sí, el panita Willins, con quien tripeaba y nos fumábamos algo fuerte los sábados por la noche en… en… ¿dónde?... ¡Qué sé yo!, allí, donde fuera. ¿Es que todos escriben en esta maldita ciudad?, gritaba histérica Gisela. Y se acomodó en mi hombro y volvió a mirarme insólita, llorosa.

  • ¡Es imposible, Dios!
  • Ella lo dijo –susurré.

Empecé a llorar. Me besó. Me enderecé, el pensamiento, la idea fija. Debo participar, confesé. Es la única manera de comprobarlo. Así, sabré la verdad. Ella no quería desde hace rato. Pero participar en el concurso, era lo único que podía hacer. No había otra forma. Si lo contaba todo, si la contaba a ella, a la anciana indígena, quizás desaparecería y todo esto acabaría. Sí, esa era la única solución.

El frío cubría la plaza. El bullicio inicial, luego de tres días de fiesta, no era el mismo. Los más jóvenes llevábamos, ya con alguna dificultad, el trote de este ambiente festivo. Decidimos dar una vuelta para despabilarnos un poco. Parecía el propio turista en mi ciudad. Pero no me importó, lo había decidido. Busqué entre la gente a algún encargado de repartir los volantes alusivos a la fecha. Extendí la mano y tomé uno. Necesitaba revisar las bases del concurso y el plazo de recepción de los cuentos participantes. Sí, había que entregar el cuento, en la Biblioteca Pública, en un sobre tres ejemplares, con seudónimo; y en otro, los datos personales del autor. Simple, demasiado. Todos podían participar, sin restricción alguna relacionada a la extensión o tipo de letra. La temática: los 500 años de la Primogénita del Continente.

Mi mente procesaba lo acontecido hasta el momento. Tomamos un taxi hacia la residencia donde se quedaba Gisela. Solo allí, en el carro, me di cuenta de lo terrible de la situación. La ciudad estaba más pequeña. Donde antes había casas y edificios, estaba ocupado por pequeños cerros de una vegetación espesa y tupida. Desde el casco histórico hasta la orilla del río, todo había desaparecido. La ciudad se iba acortando. Terminaba allí, justo en el río. Suspiré hondo y rogué, por primera vez en mi vida, que el taxista acelerara hasta el fondo. Llegamos en quince minutos a Cumaná Segunda. Ya, en la casa, abracé a la muchacha cansada y decaída, recostándola en mi hombro. Sin embargo, no había tiempo que perder, había que sentarse a escribir antes de que todo desapareciera. Y mientras lo hacía, sentado en la mesa, con terror, no tenía la menor idea de cómo empezar.