Sobre la ontología del ser
La cosa persiste —y al decir cosa me refiero a la res, la presencia irreductible del ser—; la vida persiste en insistir; y el hombre insiste en persistir. No es un aforismo ni una imagen poética, sino la definición misma del ser. Se trata de una necesidad constitucional frente a un Mundo que organiza, captura y expropia. Persistir no es accidente ni modo, sino la singularidad esencial del ser. Insistir no es terquedad, sino la estructura misma por la cual el ser se afirma frente al absolutismo del no-ser. La cosa es real; todo lo que la nombra, ordena y justifica pertenece al Mundo, y por tanto al no-ser. Tal es la paradoja del ser: su persistencia exige apariencias; su insistencia exige organización y sentido; el Mundo, carente de sustancia, simula ambos.
Toda imagen que el ser proyecta es, en última instancia, no-ser: un demiurgo sin espacio ni tiempo, capaz de generar infinitos sin sostener ninguno. Ese es el accidente: su modo es la interfaz; su escena, la contingencia.
Los griegos buscaron el arché, el logos, la ousía: un principio que unificara lo que es. Pero ya sabían que lo único consistente es el azar, y que lo único justo es devolverle su singularidad a cada ente. La justicia, en su raíz, es injusta, y su injusticia es su retribución. El orden es la medida que devuelve al ser a su principio: su heterología. El ente es el ser y el ser es el ente: no sombra, no resto, no potencia, sino presencia. Perseverar es realizarse, y realizarse es persistir, aun en contra de sí, aun frente a la seducción destituyente de lo que no-ser. Así decimos de la piedra, de la rosa, de la abeja, del camello, del águila, del oso o del hombre; así decimos incluso de los astros: todos son en su potencia, en su accidente y en su contingencia.
¿Qué sería del Sol sin los planetas? ¿De la luna sin la tierra? ¿Del mundo sin sus continentes, sin las aves, sin los insectos? Y sin embargo, ninguno de ellos necesita saberse. El Sol no se piensa; la abeja no se interroga; la golondrina no requiere comprender sus migraciones. Ningún astro pregunta cuántos soles necesita para sostenerse, ni cuántos mundos para brillar. Lo que es, es en su propia necesidad y en su propio accidente.
Si el Sol da vida, no lo hace más que la abeja que poliniza, la nube que riega o el león que, en su andar, esparce lo primitivo. Ningún ser tiene más ser que otro; cada uno es según su medida. Toda ética proviene del no-ser que ordena lo que simplemente es.
Preguntarse dónde empieza el ser y dónde termina es desconocer que el ser es. Una niña con síndrome de Rett es. ¿Dónde es? ¿En la proteína MeCP2? ¿En el gen? ¿En la mutación? Una proteína es, un gen es, la niña es: no por suma, falta o mutación, sino porque su ser no depende de las categorías del Mundo. No-es la niña “con Rett” ni “con un trastorno del desarrollo”: es quien es. El Mundo la nombra, la ordena, la clasifica desde el no-ser.
La singularidad del ser es doble: abstracción infinita, que lo singulariza en partículas cuánticas, y concreción absoluta, que lo hace irreductible: huella dactilar, espectro, biomarcadores. La contingencia en la que se hace presente no es determinación ni indeterminación, sino infinitud de posibles singularidades. Por eso la contingencia sostiene el principio universal del ser: su perseverancia. Todo ser es, en su contingencia, singularmente realizado.
Dice Descartes: “pienso, luego existo”. Dice Damasio: “siento, luego existo”. Pero ¿entonces el cigoto, el embrión, acaso no son? El hombre, en su antropocentrismo, olvida el ritmo del cuerpo: cree que el blasto es transición, posibilidad aún no realizada. Pero desde el cigoto ya hay densidad ontológica: ritmos que no distinguen adentro de afuera, ni sujeto de objeto. El ser es desde que es. El no-ser nunca ha sido. La contingencia es esa densidad primera: un pulso sin recuerdo, cuando madre y producto son un ser-cuerpos, un latido sin pensamiento ni afecto, donde el espacio y el tiempo se configuran por primera vez.
El cuerpo comprende, aunque no entienda: antes que límite fue porosidad; antes que transcurso, pulso; antes de pensar, sintió. Antes del sentir del sujeto, hubo el sentir del ser. No se puede comprender al ser desde el espacio y el tiempo físicos. Su comprensión requiere sentir, no entender: un sentir que no es consciente, que precede toda subjetividad y objetividad, y que es lo absolutamente subjetivo proyectado en lo absolutamente objetivo.
La definición del ser es su persistencia. Y esa persistencia es intachable. Se persiste en insistir e insiste en persistir porque no se puede evitar ser. Aun despojado de experiencia, aun convertido en resto. El pollo agroindustrial —masa viva privatizada de toda experiencia silvestre, criado bajo lámparas, convertido en músculo sin cuerpo— persiste en insistir. Y aun triturado, y aun evacuado en cloacas, alimentando parásitos, bacterias, pastos, mares y ríos, persiste: tal es su naturaleza.
Podría culparse al hombre por insistir en persistir, pero sería como culpar al mar por sus maremotos, a la tierra por sus terremotos, al virus por sus epidemias. Desde el Peri Physeos hasta De rerum natura, el hombre ha insistido en pensarse desde causas, ideas, necesidades. Desde Pseudo-Dionisio hasta Heidegger, ha buscado formas de entenderse en el ser. Pero filosofía, ontología, epistemología, amor, sabiduría, orden, conocimiento: nada de eso es real. Son ilusiones del Mundo.
Y aun así podría culparse al hombre. Por convertir vacas en masa explotable; por patentar granos; por transformar oro en hambre. Kant reduce la verdad a técnica; Marx, el ser a trabajo; Hegel, a posibilidad del espíritu; Hobbes, al Estado; Smith, al mercado. Todos ellos trasladan el ser a formas externas de realización, reduciéndolo a posibilidad: es decir, al no-ser.
Pudo ser distinto. Pudo triunfar Agustín, Kierkegaard, Rousseau o Nietzsche. Pero el hombre es. A pesar de sí mismo, no puede dejar de ser.
La técnica, orgullosa forma del pensamiento humano, nada dice del ser. ¿Cuándo se es? Pensemos en dos células reproductivas que se unen: el ser engendra ser, insistiendo. Aun como anfimixia, ya es. Esa es la densidad ontológica. Una prueba de trisomía 21 indica un cromosoma extra: aun así, el ser ya es lo que es. La madre, aconsejada, aborta a las tres semanas. El producto es expulsado, se vuelve polvo. Y aun así ese polvo persiste en ser lo que es: singular en su contingencia.
La técnica no juzga el ser. Nada le agrega ni le quita.
Pero insistamos: el hombre no sólo persiste, sino insiste en persistir. Insiste mediante lo imaginario: el sueño y sus equivalentes despiertos. Antes que cualquier consciencia, ya se es porosidad, pulso y ritmo: allí se genera una memoria primitiva que distingue lo real de lo que no-ser. Lo imaginario es continuación de ese funcionamiento: puente entre la discontinuidad funcional y la continuidad del ser. El delirio, la ensoñación, la alucinación, el fantasma, el juego, la transferencia: son variaciones del fenómeno onírico originado en la relación intrauterina.
Imaginemos que ese ser con trisomía 21 es modificado por la técnica y desarrolla dos cromosomas 21. Crece sano, rodeado de contingencias. ¿Qué otra cosa podría ser sino esa singularidad? Imaginemos que llega a mariscal, conduce ejércitos, actúa bajo la dialéctica de Marx, el espíritu de Hegel, el miedo de Hobbes, la riqueza de Smith. Y otro ser, formado en pensamiento védico y técnicas taoístas, responde con terror absoluto, detona una bomba de fusión y destruye al mundo. Aun así, ¿podría haber sido distinto? Cada ser insiste según su contingencia.
El incrédulo pregunta: si cada ser es en sí, y el Mundo es no-ser, ¿cómo puede haber realidad compartida? ¿Cómo coinciden dos miradas sobre un mismo objeto? Pero lo que comparten no es un Mundo: es su modo de engendramiento. Todo ser humano fue concebido bajo la misma arquitectura: porosidad prenatal, ritmo común, membranas que no distinguían adentro y afuera. Allí no había consciencia, pero sí ritmo; no había lenguaje, pero sí memoria; no había sujeto, pero sí densidad ontológica.
El hombre no coincide con el hombre por lo que ve, piensa o dice, sino por lo que fue: una estructura prenatal semejante. Esa semejanza crea compatibilidad ontológica. Por eso creen compartir un Mundo. No comparten lo real —que es singular—, sino la posibilidad de proyectarlo según una arquitectura rítmica común. Como dos instrumentos afinados a la misma frecuencia, armonizan sin partitura externa.
La conciencia confunde esa compatibilidad con objetividad. Pero el Mundo no es más que la ilusión de objetividad surgida de insistencias semejantes. No hay un mundo común: hay un eco prenatal organizado en paisajes compatibles, sombras proyectadas por luces distintas pero afinadas.
