ELEGÍA Y CANTO EN FRIEDRICH HOLDERLIN

ELEGÍA Y CANTO EN FRIEDRICH HOLDERLIN

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“Las grandes elegías” de Friedrich Horderlin, es una de las primeras joyas


literarias que cayeron entre mis manos. Recuerdo ese momento, en la


Librería Cultural en Maracaibo, no sólo una excelente librería de


actualidades literarias y científicas, sino de difusión de la cultura en


general, teniendo en su propietario Ángel Vela un entusiasta y fino


personaje que conocía bastante de las obras del espíritu. Recuerdo


un volumen de las elegía del poeta en poesía Hiperión y traducido por


Jenaro Talens.


Una de las elegías más hermosas traducidas por Jerano Talens, es la que

lleva el nombre de “Regreso al hogar”; recordada elegía por ser una de

las más representativas y estudiadas por Martin Heidegger, filósofo que

encuentra en ella la esencia del pensamiento y del poetizar alemán. Un

gozo expresivo esta poesía, una presencia de divinidades de la naturaleza

que, son como ductoras de la palabra poética de Holderlin y guían su

regreso a la región suaba de la que estuvo ausente varios años en los que

fue preceptor de hijos de personalidades notables de otras regiones

europeas.


La tradición artística y filosófica griega fue determinante en la formación

y sensibilidad del poeta. Los griegos creían que los dioses guiaban sus

destinos, y este mismo eco hace presencia en su corpus poético: “porque

el Etéreo a dar vida se inclina, a crear alegría, con nosotros, como cuando

experto en la medida, y experto en los mortales, con titubeos y clemencia,

dios envía sólida fortuna a las ciudades y a las casas, y mitos, lluvias que

abran los campos, e incubantes nubes, y a vosotras, queridas brisas,

dulces primaveras”. Sentimos como una especie de estremecimiento, de

gozoso encuentro con su palabra, con la voz de un espíritu que nos toca de

lo alto, que nos guía a la casa, al ser de la poesía.


La casa, el hogar nos reclama de nuevo la presencia, cómo también lo

hace la lejanía, qué es como el llamado a una casa más basta, y esto lo

siente y lo sopesa el poeta, “que le tienta a salir hacia a la lejanía, que

promete allí donde hay prodigios”, pero es la casa la que inclina la

balanza hacia su intimidad, hacia su calor y gozo que da el ángel de la

casa. La casa, el país que tiene un poder sagrado de llamado silvestre.

Sus aguas, sus bosques, expresan los pálpitos de los dioses

familiares: “Mucho más, sin embargo, me atraes tú, puerta consagrada,

para que vuelva hacia mi patria, donde los senderos en flor son

conocidos para mí, para que yo visite mi país y los hermosos valles del

Néckar y los bosques, el verde de los sagrados árboles, donde la encina

ama la compañía de las tranquilas hayas, de los abedules y un

pueblecito tras los monte dulcemente me tiene prisionero”.


La casa “abre a los pueblos su propia historia” (Heidegguer),

la conciencia de su destino, el gozo por lo que le pertenece, por los

límites de su tierra; y esto es motivo de alegría para el poeta que regresa,

alegría que la manifiesta en el canto, en el lenguaje que lo hace

permanente. La casa que tiene su ángel: “La tierra que así alegra es el

ángel de la casa” (Heidegguer).


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Poesía profundamente evocadora la de Friedrich Holderlin. La


Naturaleza nos impregna de su espiritualidad, de su omnipresencia,


de su iluminar en lo abierto y la palabra poética es portadora de esta


antorcha, de este iluminar, de este gozo (“hablando, desvarío, es el


gozo”) y aunque ella sea una inocente mediación con lo trascendente


(para Holderlin con lo divino), un humilde acto de epifanía (“nuestro


gozo es demasiado pequeño para contenerlo”), ella lo conduce al


silencio (el verdadero canto, el silencio la poética del dios: “El silencio


que habita sólo en él”); porque no hay tanta palabra, tanta imagen


que exprese la revelación, la presencia de lo divino, “Debemos a


menudo guardar silencio: faltan nombres sagrados, los corazones


laten ¿y no tiene el discurso, sin embargo; nada detrás? Mas sus


sonidos una cítara presta a cada hora, y quizá alegren a los seres que se


avecinan”. Este acto de mediación de la palabra poética es un acto de


amor, o un acto sagrado (único, irrepetible, más que el rayo en la casa


de Semele, es “la benignidad de la palabra mediata y mediadora a


través de la calma del poeta” (Heidegguer)).


Regreso al hogar, es más que una travesía lacustre desde los

umbrosos Alpes hasta Lindau, más que un regreso a la tierra natal,

los paisanos, es el encuentro con un destino poético que, sale a su

encuentro y expresa los valores más íntimos de un pueblo y su

espiritualidad. De allí la alta estimación que entre los suyos, tiene la

poesía de Holderlin. Un gozo, una celebración, una palabra

iluminadora esta poesía, en palabra de Heidegguer: “Al poeta que

viene a la patria, le ilumina lo gozoso saliendo a su encuentro”.


Regreso al hogar es una lectura que conforta, nos hace percibir una

belleza sustentadora, un canto que va más allá de la historia y nos

sitúa en el ahora de Holderlin, en su atemporalidad, su

trascendencia y que nos identifica con los Ángeles que evoca, el

Ángel de la luz, del tiempo, que de ciclo en ciclo nos ilumina, y del

Ángel de la casa que alguna vez cada uno de nosotros hemos sentido

en presencia y claridad.


La otra elegía traducida por Jenaro Talens que amerita una mirada por


su belleza y profundidad (realmente casi toda la obra de Holderlin la


amerita), es “Las lamentaciones de Menón por Diótima). Unos versos


del poeta pueden indicarnos el camino de esta exploración: “¡Ver pues!


para que miremos en lo abierto / para que busquemos algo propio, por


muy lejos que esté”. Pero este mirar en lo abierto, tiene su fundamento,


su mirar a un pasado glorioso (“Visiones de otros tiempos luminosos,


¿me proyectáis hacia la noche?”), a los personajes que se le asemejan,


o son más bien arquetipos en la obra y vida del poeta.


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Tal es la figura de Diótima, mujer de Mantinea, vidente de la Grecia


antigua y sabia en lo concerniente al arte del amor que le da a Sócrates los


elementos que sustentan sus visiones sobre el amor a la sabiduría.


Holderlin tocado por esa medianía que es el amor entre lo fugaz y lo


perdurable, por ese deseo de idealizar la figura de lo amado, muy propio


de los poetas románticos, apela a la figura mítica de Diótima, a su discurso


lógico, impregnado de poesía para invocar el deseo (“Porque todos


reunidos a vuestro alrededor, días , años, estrellas, fueron Diótima, uno


con nosotros, un todo íntimo y eterno”); porque más allá de la fugacidad,


“del tiempo que brama sobre nuestras cabezas de mortales”, está lo que


permanece, lo que fundan los poetas, porque la poesía es permanente


creación, en palabras de Platón: “toda causa que haga pasar una cosa


cualquiera del no ser al ser es poesía”.


Las lamentaciones de Menón (que personifica al propio poeta), por

Diótima, en principio la figura venerada de la Antigua Grecia, sabia del

amor y que despoja del carácter de dios a Eros, más no de su carácter de

dios intermedio (daimón) que, algunas veces expresa rasgos de

irracionalidad, otras rasgos de lo divino (esa tensión hermosa e

incomprensible que asumen los amantes); sino también en lo que

atañe a la vida misma del poeta, a la amante inmortal que retrata en la

figura de Susette Gontard, ser de una alta sensibilidad poética, amante

de la música y quien fue inspiradora de ese ideal amoroso que expresa

Holderlin en su famoso poema: “Pero tú, que ya entonces, en la

encrucijada, cuando caí a tus pies, señalaste para consolarme la más alta

belleza, tú que a ver me enseñabas lo sublime y a cantar”; constituye una

de las obras más bellas del espíritu que poeta alguno nos haya legado.


La pérdida de la Grecidad, de su significación histórica y de su legado

artístico y espiritual, a pesar de la ventana que dejó abierto el gran

Alejandro al dejar incólume la casa de Píndaro como homenaje a su

magnificencia poética; determina el estado anímico del poeta, la

tristeza que lo hace errante, como también el recuerdo de la pérdida

de la comunicación natural que tenían los griegos con sus dioses. Lo

hace realmente un ser fuera de este mundo que sin dioses se comienza

a perfilar.


¿A qué dioses acudir? ¿A los dioses de la muerte? ¿A las Parcas que tejen

el destino? Dioses y hombres se necesitan, se pertenecen en palabras

de Hiedegguer, y son los dioses los que crearon el logos, el lenguaje, el

don máspuro al que acude el poeta, para fantasear, para coronarse de

flores como antaño lo hizo Píndaro a través de la poesía, que es dicha a

pesar del dolor.


Las últimas dos estrofas de la elegía (o Himno como también suele

llamársele) de “Las lamentaciones de Menón por Diótima; son las que

terminan sintetizando ese legado magnífico de las visiones platónicas

sobre el amor y del eterno femenino encontrado por Holderlin en la

mujer que ama. Diótima guía a Sócrates en su diálogo a encontrar la

verdad sobre el ideal del amor que, sobrepasa todo esplendor de la

belleza corporal y se posa sobre la virtud, el bien como valor inalterable

o eterno. Holderlin lo hace a partir del recuerdo de esa luz de la amada

que lo sustentaba en la luz y que renacía en él como una primavera

bendecida por el Éter, el dios padre de su poesía. De allí el gozo que el

poeta expresa, el día áureo que su palabra alcanza, el sol nuevo de cada

día que amaba Heráclito. El poema termina con un llamado de esperanza,

un llamado al amor, porque es el amor el que reconcilia la vigilia y el

sueño, la vida y la muerte, a los hombres y a los dioses; “Aun hay que

descubrir mucha grandeza y quien amó, quien tanto amó, debe tomar

la senda de los dioses. Acompañadnos vosotras, sagradas horas,

solemnes, juveniles, permaneced, presentimientos, santas oraciones,

vosotros entusiastas, y vosotros, todos genios tutelares a los que les

place estar junto a los que se aman”.


De nuevo al principio. Tomo el tomo de las Grandes Elegías de Holderlin,

me dirijo a la caja a pagar el libro y en ese preciso instante, me aborda

una muchacha, empleada de la librería y me dice, introduzca su mano en

este buzón a ver si lo adquiere gratis. El intento es fallido pero nace

entre nosotros el llamado de Eros que nos complementa y como decía

Aristófanes, permite buscar nuestro fragmento de vida perdido.

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