El cristianismo nos ha enseñado, mediante lecturas y por la fuerza, que el fuego tiene propiedades purificadoras que limpian el terreno y el espíritu.

La diosa Pele es amada y temida. Cada vez que un volcán entra en erupción los habitantes de las islas hawaianas solo toman lo indispensable y huyen hasta que cesa la ira de la diosa. Después, lo que sigue es reparar, reconstruir y, en caso de muertes, llorar a los caídos.

Los cohetes de colores dejan salir las energías negativas del pueblo. La gente se calla dolores, decepciones y deseos no cumplidos.

El brillo y los colores intensos nos ciegan. El acto de cubrirnos es parecido al gesto que se hace al sentir vergüenza o verse descubierto haciendo algo placentero y privado.

Ante la luz, nuestras imperfecciones quedan expuestas. Cada arruga, cicatriz, caries, deformidad o ablación son tocados por los haces de luminosidad.

Las ropas blancas, en un intento de salvarnos, destacan de entre la oscuridad.

Las manchas del alma se salvan de ser descubiertas: la pólvora es incapaz de traspasar la piel.

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