Elige una palabra, pinta una historia

Al principio de los siglos, el cielo tuvo que ser un sugerente misterio para esos seres humanos primitivos que contemplaban la vastedad de ese espacio e ignoraban qué existía más allá de ese azul que la vista no podía penetrar. Allá arriba observaban al sol desplazarse durante el día y a la misteriosa y cambiante luna alumbrarlos durante la noche; desde esa inalcanzable altura bajaban la lluvia o la nieve y los trepidantes rayos que herían la tierra y podían causarles daño… todo cuanto existía en el ambiente en que se desenvolvía su vida parecía estar sometido a los dictámenes de lo que el cielo dispusiese, por esa razón no es difícil imaginar la gran importancia que desde esos primigenios instantes tuvo el firmamento para nosotros.

Fue imposible durante muchos siglos, por supuesto, que el hombre pudiese contar con los instrumentos adecuados para escudriñar los cielos o para elevarse hacia las alturas con el propósito de examinar directamente lo que existía en aquellas ignotas regiones; y fue por eso que comenzó a envidiar a las criaturas que tenían la facultad de volar, pero que su falta de raciocinio no les permitía sentir la curiosa tentación de averiguar cómo era el mundo en esos espacios donde la vista no podía llegar. Algunos mitos antiguos nos hablan de los inútiles empeños de los humanos por surcar los aires y sobre las aleccionadoras consecuencias de sus fracasos. Era evidente que nunca dejaríamos de perseverar en ello, pero mientras no fuese posible, todo quedaba sujeto a los efluvios de la imaginación.

El cielo, entonces, comenzó a poblarse de maravillosos dioses que, desde allá arriba, vigilaban y controlaban todo lo que sucedía en este mundo terrenal. Los fenómenos naturales, los buenos y malos tiempos dependían de aquellos poderosos seres a los que se debían mantener contentos para que sus acciones favorecieran a quienes lo invocaban o adoraban desde su vulnerable posición. El reino que existía en las alturas, de acuerdo con aquellas elucubraciones nuestras, debía ser mágico, portentoso, un lugar donde todo marchaba a la perfección y nada podía faltar.

Con el paso del tiempo, un sinfín de esas antiguas creencias desaparecieron debido a la preeminencia de algunas religiones que consideraron la existencia de un Dios único y verdadero, además de que los avances de la ciencia y la tecnología proporcionaron explicaciones lógicas para muchos eventos naturales que antes eran razonados a través de fantasiosas o serias especulaciones. Sin embargo, ninguna de las infalibles certezas científicas ha podido despojar al cielo de sus encantadores misterios. Hoy en día, y quizás sea así por los siglos de los siglos, continúa siendo ese espacio perfecto habitado por Dios, por los ángeles, los santos y todos quienes merezcan residir allí.

Era inevitable que aquella poderosa atracción que desde el principio de los tiempos sentimos por el lejano firmamento no nos condujera hacia allá; debíamos inventarnos una manera de ascender hacia ese mágico cielo y decidimos que solo podíamos disfrutarlo después de esta vida, durante ese tiempo que nos espera una vez que llega la muerte

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