Siempre bajo el mar
Cuando pasaba por las colinas de la irreverencia, frente al puente de la vergüenza, mi caballo empezaba a galopar en torno al sol de la tarde.
La ruta desembocaba en una “Y” de muy pocas opciones, ninguna gratificante para mi gusto. Naturalmente, el recorrido por los páramos del este era tedioso, lineal y, en pocos momentos, algo placentero.
La calma reinaba por estos paramos, era la paz de una vía sin ruta real, uno sólo la usaba para llegar al destino, no había paisaje para el turismo. Unos pocos arboles de alambre común, animales usuales de muy poco tamaño y valor a la casa por su escaso cableado, una laguna leve cuya vida acuática era el equivalente a comer fruta del cesto en un banquete de carne.
En resumen, fuera de mi búsqueda al destino final de esta vía de carmesí amarillento y arenoso, la vaga necesidad de decidir entre dos rutas, exactamente iguales y que van al mismo destino, era ineficiente.
—Igniro, mi fiel caballo, ¿tú qué opinas?**** —Pregunte a mi corcel.
—Los caballos no hablan, imbécil. —Respondió agresivo.
El pobre animal estaba estresado, era evidente tras el recorrer por horas estos caminos, tras nadar en el azufre de las palabras que sólo se asomaban para regalar postres de alpiste y forzar un dialogo entre dos mudos sin tema de conversación.
Incrédulos.
Simplemente no es tolerable su ignorancia a la hora de guiar a quienes creen perdidos. Decidí dejar a mi caballo sólo unos instantes, menudo creído el que descubrí cuando no había tocado el suelo y ya las raíces de su cuerpo volaron a la ciénaga de mercurio, dejándome manchados los zapatos de falacias y arenisca.
Él se lo pierde, puedo llegar a Nirvana solo. No necesito más que las amígdalas de mis pies para nadar en la sangre de nuestra tierra, podre luego regocijarme en alquitrán áspero y alegrar su ausencia.
Ante la inutilidad del cartel que remarcaba el evidente cruce a mi frente, decidí no optar por ningún camino y simplemente atravesar la banalidad del bosque por su medio. Mi mayor peligro era de morir de aburrimiento en una tierra tan cruel como interesante. Para los poco entendidos, fue sarcasmo, este lugar es tan interesante como yo buen escritor. Pero respetemos las normas narrativas.
Camine por horas limpiando la maleza del frente, aquellos molestos cables se pelaban de forma tan estorbosa que proteger las ventanas de mis manos me hizo darme cuenta de que estoy simplemente narrando una incoherencia, era obvia la forma en la que fuerzo lo inconexo para simplemente destacar anormalidades. Después de todo, la naturalidad de un genoma sólo es válida cuando el mismo acepta pertenecer a una sepa.
Pero no hay sepa que ande libre de patógenos, menos aquellas molestas sepas de bacterias necias que sólo creen la realidad que construyen para sí mismos. No puedo decirles que están mal, los parásitos no hacen vida propia pero permiten reconocer el valor de los demás. Tal como un caballo hace implosión para evadir a un compañero estorboso como mí persona, aquellos que desobedecen las normas de lo reticular no hacen más reacción en mí que alterar mi cólera. Caminaré por este bosque de cables hasta que el lápiz que uso e machete se quede sin balas para disparar la creatividad que sólo aflora en mí ser cuando la disciplina de la mediocridad se luce en mis esquemas.
La condena de camino que poco a poco deslumbraba en azul rojizo el horizonte me daba la ímpetu de mis pasos hacia la dirección correcta, el colmo de un océano que se extendía en el cielo, que se llenaba del rastro de barcos y aves de hierro que se fusionaban en un alba eterno de atardecer y mañana simultáneos de aves que subían lo más alto posible y morían devoradas por los tiburones de las más hondas profundidades.
En definitiva, el camino no hizo más que enseñarme el mar que se encuentra en mi cielo, un bucle infinito de edificios que bajan a la cima del cielo para estrellarse en el suelo de ilusiones perdidas tras una montaña de amnistías burocráticas.
Mi pensamiento creía escapar por mis poros, pero lo retuve, no escaparía de mí luego de tal viaje. Un viaje largo, tan cruel que te acostumbras al dolor y para cuando llegas al cruce final, no ves más que arboles comunes.
Comunes para aquellos destinados a ver con ceguera los males del mar, sin embargo, aquellos que vemos por encima de las cúspides del mar, vemos la belleza de un cielo infinito, de un bucle hermoso de cambios irrepetibles de fantasías reales y de amores odiados, odiados no por su falta de funcionalidad, odiados no por envidia, sino por aquellos que no toleran una felicidad tan pura y fértil como el mismo.
Eso era, amor, capaz de llenar esta vida de cielos en las olas y de mares en las nubes, era belleza absoluta, esperanza plena y la promesa de un amanecer perpetuo y la seguridad de una noche tan oscura como inexistente. El viaje me enseño, que siempre que mire el cielo estaré bajo el mar.
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