La desesperanza de la tierra (El trotamundos)
Tomás ha llegado a los confines del Mundo: un horizonte infinito. Hacia arriba, un azul claro y sin nubes, hacia abajo la piel de una mujer negra como el ébano ahuyenta las sombras; una piel que brilla como el resplandor del Sol en el océano, que deslumbra y maravilla, sobrecoge y excita, que casi se puede tocar con las yemas de los dedos como una silueta esbelta. Tomás se ha sentado en el suelo; así, envuelto en una tunica bermellon y una sandalias de cuero, extiende su mano, sediento, y desplaza lentamente su brazo buscando sentir la figura de la mujer, pero no la siente; mueve lentamente sus dedos buscando tocar la piel pero no la toca. Traga saliva y entrecierra el ceño para evitar que el reflejo deslumbre su vista; su cuerpo reseco es testigo de su largo viaje; su ropa tiesa es prueba del sudor de los tiempos, del polvo de los tiempos, de la lluvia de los tiempos. Ya no piensa, ya no entiende cómo puede esa piel brillante lucir tan tersa, tan humectada. No se pregunta cómo yace acostada esa figura suave y femenina. Lo único que hay es un sentimiento pasivo en sus movimientos, con ambos brazos, con el torso, con el cuello, con la cabeza. No piensa que toca un piano pero siente la pesada gravedad de su cuerpo tensar sus hombros y su espalda. Sus ojos ven pero no piensa, su cabello está tan duro que si acaso se mueve cuando gira la cabeza. Sus oídos no perciben sonido y su nariz no percibe aroma y su tacto sólo siente en calor de su propia sangre y de su propia sed y de su propia hambre. No sabe si llora o si ríe o si lo que brilla es el sol o la piel o el cielo sobre su cuerpo. Así es al final del viaje de Tomás, en los confines del Mundo, y siente sin pensar, incrédulo. Y yo lo observo y por eso creo.