[ENG-SPN] Fantasizing in the old city of Osma / Fantaseando en la vieja ciudad de Osma
The last time I stopped in the medieval city of Osma, summer began to sing that same song of oblivion that, back in the Golden Age, our Tercios also sang when they marched with notable martial spirit to fight on the battlefields of Flanders. The heavens, who knows if deep down jealous of that morning sun, which, until then, had discovered, with its accusing insistence, the knowing smile shared by the statues of King Solomon and the Queen of Sheba in the main porch of the old cathedral, threatened to lower the curtain and turn the stage into another scene from Shakespeare's The Tempest.
The terraces, located there, in the center of the Square, were also beginning to feel the icy cold that always accompanies unexpected loneliness, while the street musician, who, due to his appearance, recalled the humble Zimmerman before becoming Bob Dylan, emulated to the old sailor from Count Arnaldos's poem, singing a nostalgic melody, one of those that, surreally speaking, are only performed for those who are with you, as Antonio Machado knew very well when he spoke of that complementary one who always accompanied him. If until then the color of the day had been as varied as the unfolded plumage of a peacock's tail, the sudden change became something similar to that mysterious eclipse that accompanied the last breath of Christ on the Cross. Of course, it was just a fantasy after all.
La última vez que recalé en la medieval ciudad de Osma, el verano comenzaba a entonar esa misma canción del olvido que, allá por el Siglo de Oro, entonaban también nuestros Tercios cuando marchaban con notable marcialidad a combatir en los campos de batalla de Flandes. Los cielos, quién sabe si en el fondo celosos de ese sol matinal, que, hasta entonces había descubierto, con su acusadora insistencia, la sonrisa cómplice que compartían las estatuas del rey Salomón y de la reina de Saba en el pórtico principal de la vieja catedral, amenazaban con bajar el telón y convertir el escenario en una escena más de la Tempestad, de Shakespeare.
Las terrazas, situadas allá, en el centro de la Plaza, comenzaban a sentir también el frío glacial que acompaña siempre a una inesperada soledad, mientras el músico callejero, que, por su aspecto recordaba al humilde Zimmerman antes de convertirse en Bob Dylan, emulaba al viejo marinero del poema del Conde Arnaldos, entonando una nostálgica melodía, de esas, que, surrealistamente hablando, sólo se interpretan para quien con uno va, como sabía muy bien Antonio Machado cuando hablaba de aquél complementario que siempre le acompañaba. Si hasta entonces el color del día había sido tan variopinto como el plumaje desplegado de la cola de un pavo real, el cambio, repentino, se convirtió en algo parecido a ese misterioso eclipse que acompañó el último suspiro de Cristo en la Cruz. Claro, que, después de todo, sólo fue una fantasía.
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