Siempre supe que todo el cosmos correspondía al agónico destino de una vela encendida. Que al principio alumbra esplendorosa, es vital, muestra fisionomías inverosímiles, permite malabares absurdos y divertidos con las manos, para luego decaer en destellos agónicos. La vela se va acabando lentamente, hasta que se chorrea en formas grotescas y se apaga, porque todo se apaga, porque todo tiene su final.

Cuando la muerte llega solita y amarra su caballo negro frente a nuestras vidas, absolutamente toda la percepción del mundo se transforma. Eso lo sé yo, en carne propia, Hace unos pocos meses murió mi madre entre mis brazos, y desde ese día, no he parado de llorar.

Cuando todos los aparatos luminosos en la sala de terapia intensiva indicaban con un chirrido agudo el desprendimiento del alma de mi madre al infinito, supe que mis culpas ocultas, mis caminos ajenos, las palabras no dichas, mis pensamientos ocultos, mi vida licencioso… todo, absolutamente todo yo, quedaba expuesto a la verdad y al juicio deslastrado de hipocresías.

Quizás por eso, es posible… que en mi pequeña casa de humilde origen, apenas pasaron tres horas del último novenario, cuando por todas las puertas, por todas las rendijas y por todos los huecos inimaginables, comenzaron a brotar cientos de miles… millones de cucarachas voladores que se apoderaron del rancho, hasta volverla una madriguera lúgubre e invivible.

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El problema con lo roto, decía mi madre, es que uno se acostumbra a lo deteriorado, a lo feo, a lo decadente y cuando queremos cambiar, ya no es posible. Nos volvemos parte de la decadencia en forma irreversible. Eso yo lo sé en carne propia, al principio, me espantó compartir mi mundo con todas esas cucarachas subiendo por mi cuerpo, jugando con mi piel, conversando conmigo… hasta que me acostumbré y ahora soy parte de ese enjambre.

Dicen que hay un juicio final, que cuando morimos, no enfrentamos a un tribunal implacable que juzga severamente nuestras vidas y todo lo malo, todo lo pecaminoso, todo lo que nos desgarró la piel, será expuesto en forma cruda para decidir el destino de nuestras almas. Seguramente en ese tribunal estará mi madre sentada desprovista del amor cotidiano, para juzgarme con los criterios de los que habitan en la luz.

Me la imagino gritando decepciones en el estrado, llamándome mentiroso, inmoral… señalando con su dedo las cosas ocultas de mi vida. Sí, nunca te dije, mamá… que solía usar tus tacones para caminar por las calles oscuras, que solía transformarme en una mujer voluptuosa para poder llevar el pan a la mesa, para comprar tus medicinas, para sorprenderte en todos tus cumpleaños con un pastel de durazno, para que fuéramos felices a pesar de la pobreza.

Sin embargo, me veo a mí mismo como un hombre bueno, incluso noble, que tejió su vida alrededor de sus ilusiones. Me disfrutaba hembra, me disfrutaba ser la hija que jamás tuviste y siempre mencionabas… fui una caricatura de tus sueños. En el fondo, muy en el fondo, tú sabías lo que hacía con mi vida. Éramos buenas amigas, veíamos juntas las telenovelas de la tarde y comentábamos cada capítulo. Salíamos a comprar tu ropa en el mercado de las pulgas y yo conocía todos tus gustos. Fui tu cómplice cuando te enamoraste del carnicero Joao y también fui tu paño de lágrimas durante la separación.

Por supuesto que no te manipularé con esos detalles insignificantes cuando estés en el estrado celestial, si es que lo hay. ¿Sabes por qué? Porque todo lo que hice por ti, tuvo el cimiento del amor, tuvo la verdad de las lágrimas sinceras, tuvo la esencia de la absurda honestidad, pero tuvo también todas las desvirtudes del silencio y tuvo la maravillosa infamia de haber nacido distinto.

Hace un par de días me atreví a salir a la calle y ni mis vecinos, ni mis amigos me reconocieron al principio. Todos coincidían que no solo mi aspecto era otro, sino que hasta mi tono de voz había cambiado. Estoy consciente de eso. Yo también sentí que ellos eran otros, que algo de la naturaleza humana me resultaba ahora despreciable.

Estoy pensando mucho en la muerte, supongo que no quiso irse de mi casa por algún motivo y decidió bailar su danza macabra conmigo.

Me da igual,
el sonido de la ciudad es repelido por la habilidad de mis nuevas patas,
los gritos de la urbe maligna los deshace el desplegar de mis oscuras alas,
las malas intenciones de los que fueron alguna vez mis amigos, son percibidas rápidamente por un par de antenas…
¿quién soy?
¿qué soy?
el perfume ocre de la muerte es capaz de reestructurar la morfología de las culpas,
hay dolores que pueden destruir la naturaleza humana,
hay misterios que desdibujan la cercanía de Dios,
las verdades nunca pueden ser ocultadas,
lo afirmo yo,
que he tenido que sufrir las transformaciones más insólitas, en carne propia.

El hombre a caballo me lleva… no sé para dónde, pero me lleva…

RUBÉN DARÍO GIL

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