Meditaciones 3 para los Misterios Gozosos
LA ANUNCIACIÓN
Considera la hermosura del ángel: vuélvete con la consideración a María santísima. Estaba esta soberana Reina (como dicen San Alberto, y San Vicente) encerrada en su aposento, leyendo aquella profecía de Isaías: una Virgen concebirá y parirá un Hijo. Leída esta profecía, se levantaron en su corazón unas ansias vivísimas, y abrazadísimos deseos. Empezó a pensar y a considerar entre sí, diciendo: ¡Oh qué Virgen tan admirable esta, de quien habla Isaías! Su pureza, su santidad, su excelencia y dignidad, ¿quién la podrá ponderar? Virgen que ha de concebir al mismo Hijo de Dios: Virgen que ha de ser Madre de su mismo Dios y Creador: Virgen, y humana creatura, que ha de ser Reina de los cielos y de todo el mundo: ¿qué tal será? ¡Oh qué bendita! Qué admirable ¡Qué grande y sublime Virgen! Vientre en donde se ha de encerrar el Hijo de Dios, Madre que le ha de parir, pechos que le han de alimentar, brazos que le han de cargar, manos que le han de vestir y desnudar, y gremio santo en donde ha de dormir y descansar. ¡Oh bendito sea tal gremio, bendito el vientre, benditas las manos, benditos las brazos y pechos que han de servir al Hijo de Dios! ¡Oh dichosas creaturas que tal Virgen vieren! Y más dichosa quien la sirviere. En esto se hincó de rodillas, y puestas las manos y los ojos al cielo, llenos de lágrimas, de devoción y ternura, empezó su oración, pidiendo al Señor no tardase en enviar a su Hijo al mundo, y que la hiciese tan grande beneficio de escogerla por esclava de la que había de ser su Madre. Por esto clamaba, esto pedía y deseaba con todas las ansias de su corazón. Mira cuán lejos estaba de pensar podía ser ella la escogida para Madre de Dios. Lo que tú has de ponderaren esta consideración, ha de ser una grande y profunda atención a lo que oyes decir y ponderar a la Reina de los ángeles. Mira el aprecio tan grande que hacía de la que había de ser Madre de Dios. Mira en cuanto la estimaba, las alabanzas que le daba, y las ansias que tenía de ser su esclava. Esto te ha de servir de un grande y fervoroso motivo de servir y alabar perpetuamente a esta Señora, y pedir continuamente a Dios te haga digno siervo, y esclavo de su Madre, y tener por singularísimo favor de Dios el que te haga devoto suyo. Mira tú quién era la sacratísima Virgen, qué santa, qué pura, y admirable sobre todas las criaturas. Con todo clama por servir a la Madre de Dios: y si fuera otra la escogida, tuviera esta gran Señora por sumo beneficio de Dios el servirla de esclava; ¿pues qué beneficio será el que el Señor te dé a ti, lleno de muchos pecados, y pecador, el que la sirvas y la alabes?
LA VISITACIÓN
Considera cómo lo primero que el santo evangelio dice y escribe, después de explicado el misterio de la encarnación, es el que María Santísima dejó el retiro y quietud de su casa, y subió a las montañas de Judea, para que conozcas por aquí (dice San Ambrosio), que cuando el Señor viene a una alma, no viene para tenerla ociosa, sino para que levantándose del ocio y descanso, trate de subir por el ejercicio de las virtudes al cielo. Este es el camino de aquellos (dice el santo), que estando llenos de Dios, porfían por subir a la altura de la perfección, y para eso dejan lo mundano, huyen de lo bajo, desprecian lo terreno, renuncian el descanso, y por el trabajo procuran subir a las virtudes, y avecindarse en el cielo. Son como los ciervos (dice David), que conociendo que en los llanos, en los campos y en los valles corren riesgo y peligro de los cazadores, a toda diligencia se suben a los montes, y no paran hasta la cumbre más eminente y levantada. Así en el alma que concibe a Dios, es llama en que arde el divino amor; y como ésta, cuando se enciende, luego tira arriba, y cuanto más crece, más sube, así el Divino Amor, en encendiéndose en el alma, luego la levanta a la perfección; y cuanto más crece en el corazón, más se levanta el alma. Es como el aceite que se derrama el amor del esposo de las almas: y como el aceite no puede sujetarse debajo del mar, ni de otro licor, sin que al punto suba sobre todo; así este soberano Señor, que como aceite lo derramó la caridad en el mundo, no sufre estar debajo de sus aguas, ni de sus deleites; luego sube arriba, y levanta consigo el corazón en quien esta. Saca de aquí un desengaño para la contemplación, y aborrece la quietud perniciosa de los quietistas, que quieren con la ociosidad componer el Divino Amor; y estando debajo de los deleites de la sensualidad, sin querer el ejercicio áspero de la virtudes, presumen han de subir a la unión con Dios; mira no te tiente el demonio con semejante engaño.
LA NATIVIDAD
Considera cómo iban todos a contestar la obediencia y sujeción al Cesar; y como dice San Juan Crisóstomo, iban todos unánimes y conformes, con grande paz y concordia, obedientes al mandato del Cesar, al tiempo que nace el Salvador: para dar a entender venia a pacificar, conformar y unir las voluntades humanas, que estaban divididas entre sí,\Nota{Isai. IX, 6. & c. XI, 6.} y apartadas de Dios, para que unidos entre sí con el vínculo de la caridad, y conformes con el Señor, y Su Divina Voluntad, viviesen en perpetua paz, debajo el suavísimo yugo de su santa ley, y obedientes a sus mandatos le confesasen por Señor, por Creador, supremo Príncipe y soberano Rey de todas las creaturas. Mas la lástima es que todos concurren con grande paz y mucha prontitud a confesar y protestar la paz y sujeción al Cesar, que mata las almas; y todos somos tardos para Jesucristo: allí unánimes y conformes; y para el Señor todo es rebeldía, contumacia y resistencia: para el mundo y sus leyes, para el demonio y sus mandatos, todos se unen, y se juntan como mansos corderos, y para Cristo es menester grande fuerza y violencia.
LA PRESENTACIÓN
Considera cómo habiendo llegado al altar la sacratísima Madre Virgen con suma reverencia, hincada de rodillas con profundísima humildad, ofreció al eterno Padre su querido Hijo, y le puso sobre el altar, diciendo con palabras de fervorosa devoción y amor: ¡oh Padre clementísimo, altísimo Dios y Señor mío! recibid de las manos de vuestra esclava al dulcísimo y amantísimo Hijo vuestro. Vos, Señor, os dignasteis de que vuestro Unigénito lo fuese mío también; y así os vuelvo lo que me disteis, por cumplir el mandato de vuestra santa ley: mas ruego a vuestra clemencia me le volváis, que es la vida de mi alma, y el único y total bien que posee mi corazón. ¡Oh Dios eterno, y que ofrenda es esta! Jamás el mundo había ofrecido a Dios cosa semejante. ¡Oh cómo se agradó con ella el eterno Padre! ¿Quién podrá entender la grandeza y alegría de que quedó lleno el corazón de nuestra Reina? Piensa, que si Dios da ciento por uno que le ofrezcamos: ¿Qué le daría a nuestra Reina, ofreciéndole uno que vale tanto como el mismo Dios? Considera como nuestra Señora redimió a su santísimo Hijo con cinco siclos o monedas, como esclavo. ¡Mira que de balde se da el Señor! Luego piensa como la sacratísima Virgen cogió las dos tórtolas, e hincada de rodillas, los ojos puestos en el cielo, las ofreció al Eterno Padre en nombre de su divino Hijo, diciendo: recibid, Padre clementísimo, esta pobre ofrenda, y pequeño don, que vuestro Unigénito de su pobreza os presenta. ¿Pensaras acaso, que por ser la ofrenda corta, no sería de tanto agrado para el Padre? Te engañas; porque no hay prenda que toque al Hijo y Madre, por pequeña que sea, que no sea muy grande en la estimación de su Eterno Padre.
EL NIÑO JESÚS HALLADO EN EL TEMPLO
Considera cómo María santísima y el Santo José, así que abrieron las puertas de la ciudad, se fueron derechos al templo: no dejaron parte en el que no buscasen, ni persona a quien no preguntasen. Pasaron todo aquel día, y nadie les dio noticia. Se fueron por las calles y plazas preguntando de puerta en puerta, y la noche siguiente por los portales y casas, puertas, por el pórtico del templo y otros parajes, y así estuvieron esta noche: con que ya son dos días y dos noches. Al día siguiente ya nuestra Señora estaba tan muerta de la pena, que daba grandísimo dolor a cuantos llegaba a preguntar; y muchas piadosas mujeres es de creer que compadecidas de su pena le preguntaban con aquellas palabras de los cantares: decidnos, Señora, ¿cual es vuestro Hijo? Dadnos sus señas, y os lo ayudaremos a buscar. Daba las señas nuestra Reina, y con cada una un suspiro del más profundo centro de su alma. Mi Hijo (decía la soberana Princesa), mi Hijo es el más hermoso de los nacidos, blanco y rubio, escogido entre millares: su cabeza parece de oro, sus manos de cristal torneado, sus dientes de marfil, sus ojos de paloma, su cuello de alabastro y todo el es un renuevo milagroso de la humana naturaleza, hechura milagrosa de la omnipotencia de Dios. ¡Oh la más hermosa de las mujeres! (le responderían) razón tenéis en sentir tanto su perdida. Así se despedía la santísima Virgen, dejando señas en todas partes, y en esto se le pasaron tres días naturales sin comer, ni beber, ni dormir, ni sentarse, ni descansar, como la divina, Señora se lo reveló al beato Alano. Atiende tu por aquí, cómo el Señor atribula a su Madre: mira si la estimaba y la quería; y con todo la pone en tantos aprietos, tribulaciones y trabajos. Abre los ojos, y considera aquella verdad tantas veces repetida en la escritura: que Dios, a quien ama, castiga y atribula. Consuélate tú si eres atribulado; y teme si te falta la tribulación.
Libro completo Arco iris de paz disponible aquí en su edición de 1824.
Imagen elaborada a partir de aquí.