ENCARAR A LOS GIGANTES
Desde hace un tiempo vengo trabajando sin tregua para alcanzar un sueño que tengo: crear una empresa que me dé la oportunidad de ganarme la vida haciendo algo que me encanta y que a la vez sea un aporte para el mundo. Ha sido un proceso laborioso en el transcurso del cual he aprendido mucho y he tenido que dar varios saltos al vacío, como invertir en cursos, mudarme a los Estados Unidos con mi hija y varias cosas más.
Hay días en que me emociono y me proyecto hacia el futuro con plena confianza, y otros en que caigo en la cuenta de todo lo que aún me falta hacer. Entonces me pregunto en qué quimeras estaba pensando cuando me metí en todo esto. El proceso de aventurarme, de aprender y lanzarme a hacer algo nuevo me ha exigido mucho y me ha obligado a superarme en aspectos que jamás creí posibles. Aparte de eso, me está ofreciendo muchas más oportunidades de crecimiento personal de las que me había imaginado.
El otro día leía un libro sobre los hijos de Israel y las etapas por las que pasaron, primero como esclavos en Egipto, luego vagando por el desierto, y por último —tras la muerte de la generación que no tenía fe—, el arribo a la Tierra Prometida. Encontré muchos paralelos con la travesía en la que me he embarcado yo.
Al principio, los hijos de Israel son esclavos en Egipto, hasta que llega Moisés con la noticia de que Dios quiere liberarlos y llevarlos a un lugar donde fluyen la leche y la miel. Poco después Dios obra milagros para sacarlos de Egipto y encaminarlos hacia la Tierra Prometida, llegando a dividir en dos el mar Rojo para que pasen.
Durante el viaje, Dios les da comida haciendo llover maná del cielo. De día los protege del calor con una nube, y por la noche les proporciona luz y calor mediante una columna de fuego.
Cuando llegan a la Tierra Prometida, envían exploradores, que al regresar cuentan que es una tierra magnífica, próspera, en la que hay abundancia de leche y miel. Es su tierra; Dios se la ha prometido; están listos para tomar posesión de ella. ¿Qué los detiene? ¡Pues que los exploradores también han informado que está habitada por gigantes!
Los hijos de Israel se asustan. Obvio. ¿Cómo no iban a tener miedo de todos esos gigantes? Sin embargo, en lugar de actuar con resolución a pesar de sus temores, se acobardan. Dejan que sus aprensiones minen su fe en las promesas de Dios. Así pues, en vez de atravesar rápidamente el desierto como era el plan de Dios, se pasan cuarenta años deambulando por terrenos yermos. Naturalmente Dios se ocupó de ellos y de sus necesidades durante ese período. No los abandonó a su suerte. No se desentendió de ellos. Pero se quedaron estancados en el desierto hasta que toda la generación que había dudado se fue muriendo.
¿Cómo se aplica eso a mí?
Ya he salido de Egipto —de mi situación anterior, en la que me sentía cómoda, pero desincentivada— y llevo un buen tiempo en la etapa del desierto: haciendo planes, aclarando mi visión, preparándome y aprendiendo un montón. Dios se ha ocupado amorosamente de mis necesidades, pero no quiero quedarme trabada en esta etapa.
En este momento me veo a las puertas de la Tierra Prometida. Ya la diviso y me siento lista para entrar. Pero… ¿sabes lo que me pasa? ¡Que al pensar en los gigantes me da pánico! ¿Entrar a la Tierra Prometida será cosa de coser y cantar? De ninguna manera. No será así. Hay un montón de gigantes a los que me tocará enfrentarme: el concepto de mí misma que tengo y que me limita; los pasos que debo dar y que me asustan; el crecimiento personal que debo lograr para que mis sueños se materialicen.
Los largos años que los hijos de Israel pasaron deambulando por el desierto por no contar con la fe necesaria para enfrentarse a los gigantes constituyen una serio advertencia para mí. ¿Quiero seguir esperando —previsiblemente por largo tiempo—, o tengo suficiente fe para entrar con paso firme a mi propia tierra prometida y tomar posesión de ella?
El último consejo que dio Moisés a los hijos de Israel también puede aplicarse a mi situación: «Esforzaos y cobrad ánimo; no temáis, ni tengáis miedo de ellos, porque el Señor tu Dios es el que va contigo; no te dejará, ni te desamparará». Es fabuloso saber que no estoy sola en esta aventura.
¡Liquidemos a los gigantes!
Ten valor. Hoy caminamos en el desierto; mañana, en la Tierra Prometida. –Dwight Moody (1837–1899)
Comprométete plenamente con un sueño. Nadie que pretenda hacer algo grande y fracase es un fracasado. ¿Por qué? Porque puede estar seguro de que ha triunfado en la batalla más importante de la vida: ha vencido el miedo a arriesgarse. –Robert Schuller (1926–2015)
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