Como en las casas tristes de La Habana: reír para no llorar.
# Salud estimados stemians. Iniciamos con este post una serie de estampas del pueblo de Venezuela, aherrojado hoy por un régimen despreciable. En esta oportunidad describimos algunas señales prácticas que indican un sentimiento de vergüenza público.
Hay señales muy particulares en las desdichadas circunstancias que vive nuestro país. Una de ellas: los venezolanos, antes que rabia contra los responsables, sentimos vergüenza de los sufrimientos a los que estamos sometidos.
Las madres, que indefectiblemente llevan el orden de la casa, han tratado, desde que comenzó la escasez, de mantener a los más jóvenes ajenos a las molestias y vicisitudes. Los hijos solteros suelen evitar las colas para conseguir alimentos en los cada vez menos sitios donde los venden a precios cada vez menos subsidiados. Siempre acuden los más viejos de la casa. Sobre todo las matronas. Si se encuentran jóvenes allí, seguramente ya tienen familia propia.
Quizás esta turbación explique la actitud de despreocupación generalizada entre los liceístas, muestra de que aún la población venezolana no termina de asumir ni cuantificar la espantosa tragedia que la abruma.
Ante una discusión pública espontánea sobre el gobierno y donde casi todas las voces culpan a Maduro, aún se encuentra Usted con demasiada frecuencia señoras que preguntan, llenas de ingenua pero estudiada ignorancia: “¿Y Maduro es el culpable? ¿Él es quien sube los precios?” O demasiada gente que no tiene empacho en lucir gorras o franelas con el eslogan “Chávez: Corazón de la Patria”, oronda y peripuesta.
Hace poco me tocó explicarle a un señor en un supermercado, mientras la cola para pagar se demoraba, que es obligación legal del gobierno velar porque el sueldo les alcance a los trabajadores venezolanos para comer, tener un techo, pagar servicios y hasta ahorrar un poco. Debí desbrozarle el concepto de sueldo mínimo, que no es el que maneja Maduro cada vez que aprueba aumentos que no son tales. Al menos se le borró una absurda sonrisa de autosuficiencia.
Me temo que ese silencioso y avergonzado sentimiento nacional impide que en otras partes se pueda dimensionar mejor el tamaño de nuestras carencias y precariedades. Y, quizá, una de las causas de la falta de más participación en la protesta.
La comunidad internacional seguramente puede intuir y horrorizarse ante la falta de alimentos y medicinas, pero dudo que se aproxime a los problemas relacionados con el aseo personal y menos aún a lo relativo a la depreciación de las viviendas.
Los bombillos, de una calidad ínfima –chinos por añadidura— superan el millón de bolívares cada uno. Y suelen quemarse a los pocos días. Gastar en esas luces de brevedad anticipada ya sabemos lo que significa, siendo el sueldo mínimo mensual menor a los 6 millones. Ni hablar de otras cosas, como una llave de lavabo o una cerradura. Las casas se van quedando a oscuras, con puertas permanentemente abiertas y lavamanos inútiles. Tampoco pueden pintarse. Podemos ahora saber exactamente por qué las hermosas fachadas de las casas de La Habana lucen tan tristes. Se le llama abandono forzoso y prolongado.
Afuera no pueden saber que el champú dejó de existir para nosotros, pues, aparte de costoso, el que está llegando es de muy mala calidad. Que una panela de jabón de lavar cuesta más de dos millones. Ni que un buen jamón de baño, como Camay, 15 palos. O que un kilo de detergente para lavar llegó a los 10. Hay gente que compra lavaplatos y con ello lava sus trastos, su pelo y la ropa. La tecnología del lavado, como antes el son de Cuba, se fue de Venezuela.
Ni como el papel higiénico está tan caro, se estén usando otros materiales. Hace unos días visitaba a una amiga muy cercana. Y en eso tuve necesidad de ir al baño. Confianzudo, me dirigí allá. Entonces me percaté de su ceño fruncido y una mirada de preocupación repentina. “Solo le cambiaré el agua al pájaro”, le advertí. Al entrar, me di cuenta de la razón de su desasosiego: cortadas cuidadosamente en rombos de tamaño conveniente había sobre el lujoso tocador tiras de tela que provenían de prendas desechadas: franelas, cobijas, cortinas, bluyines, entre otras. En nuestras circunstancias, toda tela vieja sirve al menos para tirarla en una papelera convenientemente situada al lado del retrete.
Pero lo más curioso de todo es el estoicismo. Al extranjero que llegue y se monte en una “perrera” –camiones que hacen transporte público— le asombrará no escuchar ni una sola queja ni reproche. La verdad es que sí los hay, pero solo en contadas ocasiones: parece haber un convencimiento general de que no sirven de nada. En cambio oirá las nuevas listas de precios exorbitantes, que suben cada día, dichas con amargura. Y luego habrá risas. Somos un pueblo que ríe de su tragedia. Para no llorar.
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Una clarísima y abrumadora descripción de la realidad del país. La actitud del venezolano es exactamente como usted la define, de un estoicismo deprimente.
Alguna gente aun no hace conciencia sobre la responsabilidad del gobierno en la creación y mantenimiento de esta situación; adicional mente, las grandes movilizaciones que se han producido para votar y para protestar contra el gobierno no han generado los resultados deseados y si mayor desesperanza:muertos,heridos,presos y emigrantes.Toda la energía está centrada en la sobrevivencia.
Triste presentación de nuestras miserias cotidianas, por su desgarrante verdad, mi estimado @antaristi. Lamentablemente pareciera estar lejos la asunción de una conciencia nacional sobre los culpables de nuestra ya larga y tendida desgracia. Hay cosas que la gente más común de nuestro pueblo difícilmente accederá a entender (sobre todo por la desinformación que campea) y la presión casi desesperante por "resolver" el día a día, que pareciera no dejar pensar. De allí la llamada "estrategia del hambre" como ardid del poder de este régimen oprobioso. Gracias por tu excelente artículo. Saludos.
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