¿Por qué falla la oposición venezolana al enfrentar al chavismo?
Salud estimados estemians. Envueltas en la ilegalidad, las elecciones presidenciales efectuadas este pasado 20 de mayo, donde mayoritariamente ganó la abstención, dejan al gobierno de Maduro ante el mundo como un régimen reacio a garantizar elecciones libres y justas. El ventajismo y los abusos en el uso de los bienes públicos, entre ellos la comida importada, para comprar votos; el chantaje a los empleados estatales para obligarlos a votar, entre otras irregularidades, aparte de ocasionar que los oponentes, concurridos por fuera de la coalición opositora MUD, no aceptaran los resultados, dejó en claro que la mayoría de los votantes venezolanos no cree ya en comicios oficiales. Esta realidad deja abierta dos expectativas: las consecuencias del aparente cierre del camino electoral y la habilidad de la oposición democrática, reunida ahora en el Frente Amplio, para lograr una salida a la situación desesperada de los venezolanos.
Comencemos esta reflexión con una respuesta general y exploratoria a la pregunta que la inicia: porque no aprende de sus derrotas y actúa en consecuencia.
Desde el comienzo la dirigencia opositora se dedicó a remarcar la incapacidad, inmoralidad, mala gerencia y el carácter delincuencial y corrupto del gobierno chavista. Y, como efecto colateral, su mensaje central se resumió en la necesidad de cambiarlo, la cual era una respuesta lógica, pero poco apropiada para el momento político, dado que nuestro electorado sufría -o gozaba- de la adoración hacia uno de esos fenómenos telúricos, un "mesías", que suelen aparecer en las sociedades latinoamericanas, encegueciéndolas; y quien, para completar, tenía muy pocos escrúpulos para malgastar el Tesoro Público en alentar el populismo, caudal que en ese momento era abundante y creciente.
El problema, según mi criterio, es que al proponer el cambio de gobierno como necesidad no se tomó el trabajo de demostrar por qué era lo mejor ni se basó para ello en la falsedad de las propuestas chavistas haciendo, en ese entonces, mella en la población. Se quedó en la necesidad de cambiar el gobierno. Y, por supuesto, una gran cantidad de personas la vio como el remedio definitivo para el país. Más aún si se proponía por una vía electoral, pacífica y democrática. Pero otras muchas también la registraron como dentro de la persistente pelea por el poder.
Porque, para ser coherentes, la alternabilidad para una parte importante de nuestro electorado no ha estado siendo entendida como un mecanismo de perfectibilidad inherente a los gobiernos democráticos, sino como un mero instrumento de la lucha por el poder. Y por ello no había una objetiva discernibilidad –aunque la abstención del 20M pueda ser muestra en contrario— entre los dos grupos de mensajes políticos más destacables en Venezuela los últimos años: el bombardeo de denuncias de las irregularidades oficialistas desde la oposición y las mentiras y el expolio descarado del gobierno hacia la gente. Este aturullamiento había terminado por hacerle escéptico y preso de una desalentadora conclusión: “Ninguno de los dos”.
De hecho, la única conexión oposición-pueblo ha sido el deseo general de salir de Maduro, evidente en los momentos en que esta tendencia ha tenido mayor éxito, como fue, sin duda, en diciembre de 2015, con la aplastante victoria en las elecciones legislativas. Pero ha sido un vínculo poco aprovechado que termina débilitandose al no haber concreción, y se rompe en cuanto el desgobierno chavista utiliza la desviación de los recursos públicos hacia la población, su mecanismo más redituable.
En fin, la dificultad para la conexión con las aspiraciones populares constituye la transversalidad del accionar opositor hasta el día de hoy. Y uno de sus mayores déficits es que no ha podido zafarse, ni siquiera cuando las circunstancias así lo han ameritado, de su naturaleza eleccionaria partidista. Una muestra es su reacción inmediata ante el abstencionismo mayoritario del reciente 20M: según varios voceros, lo que se escucha como su próxima bandera de lucha es: ¡pedir nuevas elecciones!
Esa conclusión, en realidad, es la más lógica pero no la más astuta; ni la más –permítaseme el calificativo— afortunada para el momento, sobre todo porque se viene de un relax abstencionista donde el liderazgo, en su mayor parte, se limitó a quedarse quieto. Es necesario ver cómo, de nuevo, el sentir mayoritario nacional y las decisiones del llamado Frente Amplio, coincidieron en la abstención, pero no como una opción decidida en conjunto y un contenido, partes de un plan de resistencia, de lucha política, sino por lo que podríamos llamar una "coincidencia asertiva".
Si llegaran a plantearse “nuevas elecciones” como desideratum para una continuación en la lucha, adornado con lo de “unas condiciones mínimas”, sería única y exclusivamente por conveniencia, dado que es esta la única motivación, según sus estándares estratégicos, que permiten motivar hasta conciliar los intereses que componen el quid pro quo de la dirigencia opositora venezolana.
Porque, ¿qué connotaciones o consecuencias presenta de entrada esta pretensión post electoral? Nada más ni nada menos que pedirle elecciones a una dictadura de una calaña ya descrita lo suficiente que, por añadidura, se cree reelecta “legítimamente” y se sabe incapaz de ganar comicios legales.
Si se diera esta motivación como bandera, de nuevo se caería en la pugna con que durante este tiempo se ha conseguido, de parte del gobierno, porque no le importa, y de parte de la oposición –si no a propósito, sí en apariencia—, dejar a un lado los sufrimientos del pueblo venezolano y ladebacle del país, por unos intereses, de lado y lado, igualados en la mezquindad.
Lo procesos electorales, como se entienden en el mundo occidental, una acción cívica donde una Nación se toma una jornada para elegir a sus gobernantes, no existen ya en Venezuela. El Pranato, a partir de 2016, cuando se llevó por delante el RR, los convirtió en, exactamente, una gresca que dura las horas de votación –para el cual se prepara a conciencia y utiliza todos los recursos públicos— donde se vale de todo para contar los votos a su favor y donde tiene dominio absoluto y privativo sobre el conteo y el escrutinio.
El gobierno, en suma, se ha percatado de que, no pudiendo ya más ganar elecciones libres, las convirtió en un mecanismo para distraer a la población de sus desastres, darse la imagen de invencibilidad o intentar ganar legitimidad. Y para sus contrarios en reales círculos viciosos donde, sin posibilidades efectivas de ganarlas, se sienten obligados a acudir porque no ven ni buscan otras vías. O, mejor dicho, les resultan muy cuesta arriba vislumbrarlas.
Para ser honestos, hasta hoy, todos los elementos que se pueden analizar para recomendar qué hacer a partir de ese recomienzo que parecieran haber brindado las pasadas elecciones, desembocan en una inferencia descarnada: la única imagen que sigue reproduciendo con cierto grado de similitud nuestra situación como país es una toma como rehenes de una familia en su propia casa por una banda de hampones. Y, en un contexto como este, la política debería ser de negociación, sí, pero con astucia y premeditación; y sobre todo, apoyada por una fuerza externa.
Por eso la idea de una operación desde el exterior, pese a los nacionalismos y antiimperialismos desenfocados, no es tan descabellada, pues, como se ha dicho de manera certera por allí, las víctimas de una retención forzada por grupos armados no pueden basar su libertad únicamente en sus propias fuerzas.
En mi criterio, la jornada que viene ahora mismo debería consistir en unir esfuerzos dispersos y diversos, para ir creando, a toda prisa, un gran movimiento nacional con una dirección política que no puede ser, como hasta ahora, fagocitada por los partidos, y cuya motivación o banderías deberían ser las exigencias de la población: urgente ayuda humanitaria y una propuesta que se haga popular de cómo rehacer la economía venezolana. Las elecciones vendrán por añadidura.
Pero esto, aunque no se crea, es lo más difícil de lograr. De hecho, no es una receta nueva: se ha venido repitiendo desde hace años, sin que la autosuficiente y a ratos arrogante dirigencia opositora haya querido asumirlo como metodología necesaria, subrogada por sus intereses, que demandan a todo evento sólo una cuestión: elecciones.
La pregunta, entonces, es posible responderla en términos más específicos: ¿por qué falla la oposición? Porque no logra conectar sus motivaciones, propuestas y soluciones, alternativas al desgobierno, a los requerimientos de la población. Se ha quedado en una mera lucha por el poder de la que, incluso, no se desprenden planes y proyectos inclusivos para la mayoría sufriente.
El tema que abordas, @antoaristi, es complejo y muy espinoso, difícil de abordar en este espacio. Sí puedo decirte que coincido contigo en muchos de los aspectos planteados, especialmente en la existencia de ese divorcio entre la acción y formulaciones de las oposiciones (permítaseme el plural) y la situación y esperanza de la gran mayoría nacional. Le tocaría a los grupos (partidos y demás organizaciones) unas amplias e intensas jornadas de reflexión (y mucho de autorreflexión) sobre su realidad y la del país, incluyendo sus errores, para poder pasar a la elaboración de un plan y sus estrategias.