#ElPergaminoDelMito El Inventor de Atenas [Pt. 2]: El Perdón del Rey

in #spanish7 years ago

El Inventor de Atenas

El Perdón del Rey

Parte II



El viaje fue demasiado rápido o al menos eso fue lo que sintió Dédalo. La adrenalina surcaba cada parte de su cuerpo como si hubiese consumido tres barriles de vino rancio. Actuó pensando lo que haría, sin intentar pensar en lo que hizo. No quería pensar en lo que pasó. La barca era perfecta, diseñada por él mismo, la talló con delicadeza hace tantos años ya. Parecía que el paso de Cronos no le había afectado en lo más mínimo.

Dédalo tenía completa fe en su pulso y sabía que a pesar de tantos años la barca podría aguantar un viaje de tal envergadura. De los ayudantes que logró conseguir era difícil saber si podrían con el viaje, pero sus amos le dieron la orden de que debían remar hasta la Isla sin parar. Dédalo confiaba en ellos, porque confiaba en sus amigos y sabía que le habían dado los mejores hombres que podían tener. No le importaba si morían o no, no les daría descanso hasta llegar a Creta. No necesitó el Inventor encontrar un capitán, ya que su padre le había enseñado a navegar hacía tantos años y lo recordaba perfectamente. Él tampoco se dio descanso, no cerraría los ojos hasta estar en el Gran Salón de Creta y zanjar todo este asunto.

La ciudad se deslumbró al alba, era tan temprano que Yágape y Ariadna dormían aún en el camarote. Ícaro no podía hacerlo. Se encontraba de pie al lado del mástil, observando como la Isla se imponía cada vez más con cada legua que avanzaba. No podía dormir y no había dormido con normalidad desde la noche del tejado de la Acrópolis, las palabras que cruzaba con su padre eran las esenciales y no más. Yágape no le prestó atención a tal situación, pero Ariadna sí notó algo extraño, más no dijo nada, porque la comprensión y el silencio era parte de su esencia. El inventor más respetado de toda Atenas, no era capaz de ver a su hijo a los ojos. La vergüenza invadía su corazón.

El muelle sonaba al compás de las aves. La familia fue recibida con una lujosa carroza, para guiarlos hacia el Gran Salón. Las puertas de la ciudad se abrieron enseguida y la hospitalidad de las personas era notable. Dédalo pensó que el ave enviada ya había llegado con el mensaje atado en la pequeña pata, pero estaba por verse si sería la familia del Inventor amigos de la Isla. Un hoplita real los recibió, tomó la rienda de los caballos y guio la carroza hacia su destino. Al llegar, el trato de los habitantes de la ciudad fue amable, esto alivió un poco a Dédalo. Yágape bajó de la carroza con la cara somnolienta y Ariadna sonrió cuando la primera luz del sol tocó su rostro. La ciudad se mostraba tranquila.

La familia fue conducida hasta el Gran Salón de Creta, a través de todo el pasillo, los nobles esperaban a los visitantes. Ariadna reconoció a varios de ellos y les sonrió, pero la sonrisa no fue devuelta, en cambio retornó hacia ella una mirada de desconcierto. Ariadna frunció el ceño y miró la espalda de Dédalo mientras caminaban hacia el Trono de la Costa Grande.

En mitad del salón del Palacio de Knossos estaba, con los brazos abiertos el Rey Minos. Su majestuosidad se encontraba sentada en un enorme trono de color zafiro, el mismo color del inmenso mar de Creta. Detrás del Trono de la Costa Grande se erigía una monumental estatua en donde se podía ver al dios Poseidón, portando su tridente hecho de oro macizo.

—Bienvenido, Dédalo. Poseidón ha sido generoso y los ha traído con bien. Es un honor que pise el suelo de mi humilde salón el mejor inventor de toda Grecia. —Dijo con voz poderosa el Rey, mientras las antorchas del Gran Salón iluminaban a todos los presentes.

—Me siento totalmente honrado, mi Rey. —Respondió inclinándose ante el Trono de la Costa Grande— Espero de corazón no importunarlo, pero confié en su amistad incondicional, aposté a su legendaria generosidad y decidí acudir ante su majestad.

—Has confiado bien, mi amigo. Tú y tu hermosa familia siempre serán bienvenidos en la Isla de Creta. Ariadna es nacida en la Costa Grande y la Costa Grande siempre será su hogar. Habrá un hijo de Creta que la recibirá perennemente. Al contrario, soy yo quien debe agradecer tu presencia… Estoy seguro que tu ingenio concedido por la divinidad del Olimpo podrá ser una bendición a nuestra humilde Isla.

Las antorchas parecieron iluminarse un poco más y una brisa gélida de madrugada logró colarse por uno de los ventanales que tenía el Gran Salón al costado. El Rey de Creta sonrió de manera tétrica y su sonrisa pareció inundar el alma de Ícaro, que no pudo contener lo que tenía atado desde la noche que salieron de la magnífica ciudad de Atenas.

—Rey Minos, ¿ha recibido mi mensaje? —Interrumpió Ícaro.

Dédalo lo miró perplejo, pero aún no podía emitir una palabra que fuese dirigida a Ícaro. Así que sus ojos abiertos hablaron por él. El Rey Minos frunció el ceño, pero no podía borrar la sonrisa de su rostro. Colocó el puño en su mentón, apoyando el codo del trono.

—Sí, chico. Me ha llegado ayer por la noche. El pobre pájaro ha muerto poco después de llegar. Ha sido una bendición que llegara directo desde Atenas sin parar en Isla alguna.

—Ese es un asunto a resolver antes de cualquier bienvenida, ¿no le parece? —Preguntó con ironía el joven.

—Admiro tu coraje y respeto la situación por la que debes estar pasando, —acotó el Rey de Creta levantándose del Trono— pero te recuerdo, chico, que estás en mi Gran Salón.

No menos de veinte guardias salieron de las sombras, desde lugares que la luz de las antorchas no podía alcanzar. Se colocaron firmes al lado de las gigantes columnas del inmenso lugar y dieron un golpe seco al suelo con sus lanzas, las cuales tenían una tela azul zafiro atada y se podía notar a la distancia que estaban perfectamente afiladas. Era una advertencia. Ícaro cambió su semblante y el terror abordó su cuerpo, aun así no dio un paso atrás ni dejó de mirar al Rey.

El Rey Minos con un movimiento de su mano ordenó a todos los que estuvieran en el salón que se fueran. Incluso los guardias salieron velozmente. Tan solo quedó un soldado a la diestra del trono, el cual la familia no había visto. Solamente Ariadna se había fijado en él. La esposa del inventor vio como el soldado no se inmutaba con ningún movimiento, ni se impactaba con ningún gesto del Rey Minos, ni tampoco prestó mucha atención a las personas que llegaban. Tan solo miraba fijamente a un ventanal que tenía cerca. Ese soldado observaba con detenimiento al mar de Creta y dejaba que las olas golpearan levemente sus oídos. Ella seguía mirándolo, mientras le perdía atención a la carta Ícaro y olvidaba su preocupación por Dédalo.

—Dédalo, la carta de tu hijo dice que tú has matado a tu discípulo. Ese con el que viniste la última vez. Era un chico pequeño, supongo que en este instante no sería más que un pequeño hombrecito. ¿Qué ha pasado, por qué no explicaste en Atenas lo sucedido? —Preguntó el Rey con voz calmada.

—Atenas es una ciudad orgullosa, casi tanto como la diosa que le dio nombre. Siempre he servido a la ciudad, a Grecia y a los dioses. Ellos me confiaron mi don. Talos era irresponsable, terco y creído. Se creía mejor que yo, su maestro. Su simple existencia era una gota de veneno en mi corazón. —Comentaba el Inventor de Atenas— Simplemente no pude con la ponzoña que me arropó. Le di un empujón, eso fue todo. No pensé que moriría… Y aunque lo hubiese imaginado ya me he arrepentido de lo que he hecho, pero la orgullosa Atenas no me perdonaría aunque estuviese dispuesto a hacer lo que sea. Por eso he venido ante usted, mi Rey.

—Comparto tu pena, Dédalo. —Respondió con tristeza el Rey de Creta— Tu familia no merece cargar con tus pecados, ni tú tampoco mereces el odio y repudio del pueblucho. Después de lo mucho que has contribuido para que sus vidas sean menos miserables. Tienes el perdón de Creta y éste siempre será un hogar para ti. —Culminó Minos señalándole sus valiosas sandalias de cuero.

Dédalo conocía las costumbres de Creta, se arrodilló y frente la mirada de su familia le besó los pies al Rey de la Costa Grande. El soberano de la Isla esbozó nuevamente su sonrisa. Con un nuevo gesto de su brazo le indicó que se podía levantar. El Rey lo guio a la siniestra del Trono de la Costa Grande, justo donde señalaba la punta más grande del Tridente de oro de la estatua de Poseidón. En contraposición, en la diestra del Trono, seguía el soldado mirando al mar. Aunque ésta vez detuvo su tarea para observar al Rey y su acompañante caminando hacia el otro extremo del Gran Salón. Ariadna y sus hijos miraban, tan solo miraban, pero quizás ella no miraba lo mismo que sus retoños. Ariadna por primera vez se concentró en su padre y se percató de que había regresado al lugar del cual había salido hace tanto tiempo. La vida en Atenas era mágica y tranquila. Nunca quiso ser princesa y no quiso que sus hijos vivieran en el Palacio. Los niños vieron fijamente a su abuelo rey y a su padre caminando a través del pasillo.

—Me siento agradecido y aliviado por el perdón. Morfeo no me visitaba desde que salí de Atenas, era una pesadilla en vida. Haré lo que sea como señal de gratitud, mi Rey. —Le explicó el Inventor de Atenas a Minos.

—Eso justo esperaba escuchar, Dédalo. —Dijo el Rey llevando a Dédalo hacia el ventanal—Quiero que observes el inmenso terreno, allá donde el horizonte puede perderse. ¿Lo logras ver?

—Sí, mi señor. Lo veo. —respondió Dédalo.

—Tengo un problema, Dédalo. Quiero esconder algo allí, pero quiero que quienquiera que intente buscarlo se pierda al hacerlo. Tanto así que no pueda encontrarse a sí mismo después. Veamos inventor, ¿qué podemos hacer? —preguntó el soberano de Creta con el ceño fruncido.

Dédalo reflexionó unos segundos.

—Si es algo valioso, indiscutiblemente, siempre habrá alguien lo suficientemente estúpido y valiente para intentar robarlo. Creo que lo importante es crear un edificio que al entrar, no se pueda salir de nuevo… Que el que se atreva a ingresar, se pierda por siempre en sus pasillos. Que sea un laberinto. —culminó el Inventor mirando fijamente al Rey de Creta.

Minos volvió a sonreír, pero ésta vez su risa no fue de satisfacción. Fue una sonrisa macabra.


Queridos lectores. Ya se ha hecho costumbre y tradición mi mensaje final luego de un capítulo. Espero puedas disfrutar de ésta saga tanto como yo estoy disfrutando haciéndola. La maravillosa historia de Creta aun tiene mucho que contar. ¡Muchísimas gracias por el apoyo a todos ustedes!
Argento, el autor.


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