La primera muerte de mi abuela…
Mi abuelita tuvo dieciocho hijos, y era tan férrea y testaruda (algo controladora diría yo), que un día dijo: “yo me moriré después que hayan muerto todos mis hijos, porque no me voy a ir de este mundo con la preocupación de saber qué será de ellos sin mí”. Cualquiera pensará que estaba loca, porque por ley natural los padres deben morir antes que sus hijos. Pienso que en el fondo pensaba que no podrían subsistir sin ella, sin su directriz, sin sus consejos. Siempre dados con voz de terciopelo. Porque era dulce, pero te azotaba con una pluma.
Vivía en Barquisimeto, estado Lara (Venezuela). Y esporádicamente se venía a Caracas para quedarse por un tiempo. O la traían cuando pasaba algo como un nacimiento, una muerte, navidad, fiestas o algo inesperado. Cuando se murió por primera vez, fue porque sucedió algo que nosotros esperábamos, pero ella no.
Yo tenía un tío con leucemia y se fue de este mundo debido a su enfermedad. A mi abuela no le habían dicho nada sobre ese asunto, se lo habían ocultado porque ya tenía 97 años y mi familia pensaba que podía reaccionar mal y darle algún ataque, un “patatus” decía mi mamá. Pero mi opinión hoy en día es que los irracionales fueron ellos en su afán de protegerla.
La mandaron a buscar y no le dijeron por qué la habían traído con tanta urgencia. Se la llevaron directamente a la funeraria donde velaban a mi tío y por supuesto, al ver a su hijo en el féretro, le dio un infarto. Era de esperarse.
A correr para la clínica cercana. Se alteran todos los latidos; los nervios tensos como una cuerda de guitarra al ver a los médicos intentando salvarla. La imaginación que vuela pensando en dos muertes al mismo tiempo (ustedes pueden imaginarse toda la situación). Al rato, el médico sale con una cara circunspecta y nos dice: no hay nada que hacer. Y nos entrega el acta de defunción. Como es natural en esos casos, el ambiente se llena de llanto y consternación, dolor, arrepentimiento y recriminaciones por no haberla preparado para la muerte de su hijo, sentimientos de culpabilidad. Miles de reacciones encontradas.
De repente, en la sala de espera, cae una bomba en forma de enfermera para completar el caos donde reinaba un dolor infinito, ella salió del cubículo de emergencias donde estaba mi abuela gritando: la muerta está viva! la muerta está viva!
Mi abuelita se murió definitivamente a los 117 años. Enterró dieciséis hijos antes de morirse. La sobrevivieron mi mamá y una tía. Vivió diez años sin estar viva legalmente, porque un acta de defunción no se puede revertir. Pero cuando habló conmigo después de su primera muerte me enseñó por qué no se debe llorar a los muertos. Y hasta hoy he seguido su consejo, aunque piensen que soy una persona fría y sin sentimientos. Pero esa será otra historia.
Atte.
Un pez humano