Invidencia amatoria
Volver al primitivismo, a la edad cabría del falo y a las sinuosidades, metafísicamente paralelas a las cisuras cerebrales interhemisféricas, en que las reflexiones se disparan como dagas de la sombra, reflexiones que, por cosa de desarraigo del «mundo sensible de las cosas», precisamente por primitivismo paroxístico nivel prozac; promueven la esquivez de la neurona y la contra-ignición de la dendrita: una vez desubicados, desasidos de la sensibilidad aprehensible de las cosas, por medio de las cuales ejercitamos la cognición sensorial, sólo tenemos una alternativa: sucumbir al instinto y a la posterior interjección. Una interjección, por cierto, ambivalente en su significación por la pugna que se genera dentro de las fronteras de su realidad; dolor y placer, al unísono, consonantemente. Una interjección debería, al menos, postrarse en una única significación signada por el contexto, pero, entregados al instinto, ésta es corolario de una dupla: placer y dolor. La misma interjección que se experimenta cuando la pus rezumante es barrida por el celo lingual de un caníbal; hormigueo que implícita una «caricia sulfurosa» y que enajena con el ardor epicúreamente carnívoro, al tejido pretéritamente en reposo como todos los tejidos antes de experimentar el tacto de otra carne. Actuando sin pensar, sin torrente alguno de pensamientos e ideas, sostenidos únicamente en el instinto bruto, en el bramido que es «figura fonemática» de la animalidad y su bruteza hercúlea, vivimos la ausencia más pura de raciocinio y estrategia, es decir, la distimia del desarraigo y la imperceptible flojedad del desánimo. Sometidos al instinto, nos distanciamos del mundo. ¿Cuándo nos sometemos al primitivismo, al instinto bruto? Cuando se detiene el corazón. No por «hiperadiposidad» de las arterias sino por el amor.
Volver al primitivismo es volver al instinto, la intuición y el presentimiento. Los seres primigenios fueron hiperactivamente empíricos. El pensamiento de éstos, irreductiblemente fue, un dédalo inmodificable. Un hombre de la caverna, sin saberlo, prefiere los procesos inconscientes frente a los procesos conscientes: lo consciente, de alguna forma, a veces, es detrimento en constate devenir para el inconsciente. Volvemos al primitivismo para triunfar sobre el pensamiento: los enamorados son todos unos estúpidos y ¡cómo no! Destruyen el pensamiento con la verosimilitud de un axioma: el amor es ciego; por eso sólo sobrevive empíricamente y la experiencia en sí no siempre es condicionada por procesos conscientes, también es propiciada por los inconscientes: instinto, intuición, presentimiento. El amor es ciego; siempre se encuentra en una densa obscuridad. Para los enamorados, la invidencia es el pathos amatorio: la ruta sintomatológica de un enamorado empieza siempre con el tacto, precedida por el instinto primitivo, cuando la sangre bulle melódicamente, configurando en el vapor manado como el vaho de un transeúnte en el invierno, la temperatura de un síncope que sólo empieza una vez distanciados del «mundo sensible de las cosas». La invidencia amatoria nos distancia de la aprehensión del mundo sensible, en una suerte de paradoja: distanciados del mundo sensible, por ausencia sensorial ocular y un desvanecimiento oximorónico en que la transitoriedad del vahído es verosímilmente infinito; el mundo se torna hipersensible porque sólo tenemos el tacto como una de las certezas, quizá la más plácida, de nuestra presencia y, si el tacto es la más robliza de las manifestaciones del enamorado invidente, ¿cómo el mundo no reaccionaria hipersensibilizando sus «cosas» para la aprehensión, con tanto roce, tanta tocadura, tanta metida de mano? El problema con que el amor sea ciego y sólo tenga más tacto que audición a su disposición, es que la superficie palmar está plagada de mucha bacteria. El amor, no siempre en vano, es un transmisor de agentes patógenos.
El amor es ciego. El problema de la invidencia es que se tropieza incansablemente, como si la locomoción alcanzase el grado de deporte extremo; raspaduras aquí, raspaduras allá. Por ello, al igual que una nube, vagamos por el mundo, con el instinto, la intuición y el presentimiento, las tres, configurando como una armadura de granito, cuya superficie, visualmente encerada, hace que todo resbale. Hay que pensar en el amor como si fuese una nube: un absceso aéreo, de la inmensidad, etéreamente rimbaudeano: como el viento, que nadie puede ver, pero sí sentir. Y en el fondo, tocándolo todo, rellenando los requiebros de románticos miles, inflamándose notoriamente en la entraña del ósculo que se repite, como en los grisáceos golpes de los días cuando las gotas se repiten, sin menoscabar la significación del vocablo «promiscuidad».
No más con saber que el amor es ciego, es suficiente para que los enamorados sean vistos como pacientes discapacitados. Santidad o estupidez, qué más da si, igualmente, los enamorados no son santos, ni tampoco estúpidos: es una inmoralidad tanto elevar o menospreciar a los discapacitados. Sin embargo, hay que atizar con respecto al amor, como lo hizo Fitzgerald con Zelda: los enamorados no son personas; son casos.
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