Aunque no se tenga la intención de convertirse en un “escritor profesional”—con todo lo que este término pudiera abarcar—, que nuestras publicaciones cumplan con su cometido dependerá en gran medida del dominio que tengamos del arte de escribir.

Y sin embargo la escritura es un acto correlativo a otro a través del cual adquirimos una buena parte de lo que sabemos: la lectura.

Decía David Morley: “El propósito de un curso de escritura creativa no puede ser solamente conseguir mejores escritores de novelas, poesía, drama, etc. Debe buscar, sobre todo, hacer mejores lectores de estos géneros, académicos más informados y con una mayor sensibilidad, y profesores de las artes literarias, más comprometidos”. Escribir y leer pudieran ser considerados como dos movimientos de un itinerario único por el cual transcurrimos con el deseo de comprender la realidad.
 

“La lectura es el medio universal para aprender y es la preparación inmediata o remota para toda producción”, nos recuerda el maestro Sertillanges. Pero de un modo muy característico, la lectura nos hace caer en cuenta de un hecho formidable: “Jamás se piensa de manera aislada”. Nos unimos al trabajo realizado por los hombres del pasado y al de los del presente. Continua el maestro: “Gracias a la lectura, todo el mundo intelectual podría ser comparado a una gran sala de redacción o una oficina de negocios: cada cual halla en su vecino la iniciación, la ayuda, el control, la información, el aliento que falta”.

Y sin embargo, el número de lecturas que de un modo apremiante pudieran exigirnos estrictamente su frecuentación, es relativamente pequeño. Acá se cumple también aquello, atribuido a Plinio el Joven, que se refiere a la cantidad de cosas que un hombre debía aprender: non multa sed multum (no muchas cosas, sino mucho). La clave está en leer bien, no en leer mucho.

Aunque dependerá en gran medida de nuestras circunstancias, y teniendo en cuenta el amplísimo número de elementos que componen el mundo de lo escrito, hemos de preferir beber de las fuentes, escoger aquellas lecturas cuyo valor intrínseco reside en que “tocan aspectos relevantes de la condición humana, temas permanentes y en cierto sentido, fundamentales”. No importa —como nos recuerda Rafael Tomás Caldera— si se trata de un poema largo como la Ilíada o la Divina Comedia, una novela como Don Quijote o Guerra y Paz, o un tratado de filosofía, en forma de diálogo, como la República de Platón. Nos pasa que, al leerlas, nos vemos reconducidos a lo que vale la pena considerar en la existencia. No confiemos en propagandas interesadas o en títulos seductores; procurarse algún consejero confiable, desinteresado y experto es de vital importancia.

A modo de consideración práctica y con la intención de leer de una manera más eficaz, tengamos presente los consejos dados por Rafael Tomás Caldera en su valioso libro De la lectura. Del arte de escribir:

1. Hacer una primera revisión —de corrido y sin muchas interrupciones—, desde el título y hasta el final, para obtener una visión de conjunto. Aprovechar la información suministrada por el índice (si lo hay), o en las solapas y la contratapa (si se trata de un libro). Al cabo de esta “primera” lectura, sabremos de que trata el texto, habremos visto sus articulaciones y podremos analizar en detalle sus partes.
2. En tal análisis consiste la “segunda” lectura. Buscamos cuáles son las afirmaciones principales del texto.
3. Conocido ese conjunto de afirmaciones, estamos en capacidad de preguntarnos cuál es la idea central, la tesis, el tema o lo que corresponda: el punto donde se unifica la obra.
4. Con lo anterior, ya nos formamos una opinión acerca del sentido y la calidad del texto. Tratamos de formalizar un juicio: ¿tiene o no razón? ¿Logró o no su cometido?
5. Una prueba clara de haber entendido la lectura será estar en posición de darlo a conocer a otros. Podremos explicar qué dice el texto y cómo ha de ser leído, al igual que nuestra opinión al respecto, sin confundir ambas cosas.

Finalmente, como quiera que se plantee, al final la literatura es para la vida. Para iluminar, confortar; para aportar sosiego y belleza, consuelo; para acercarnos en sordina a los elementos trágicos de la existencia —esa tríada del dolor, la culpa, la muerte—; para hacernos contemplar también las nobles acciones que, en medio de su fragilidad, el ser humano puede realizar con la ayuda de su Creador.
 

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