Blogtober: Nublado y en las rocas, gracias. II
Después de viajar como pelota de tómbola, el dolor a la luz del sol y unas manos me arrancaron de la cajuela. Como buena chica rezo, imploro, lloro, suplico, vuelvo a rezar pidiendo, ¡no! exigiendo un milagro, de esos que luego ocurren en las noticias, con redadas y héroes. Espero con fervor el ruido de las sirenas, y como respuesta a mis plegarias recibo dos tubazos o batazos, no sé. Ida y regreso.
Miada, ensangrentada, mareada, adolorida, sucia de lo que sea que trajeran en ese asco de cajuela; medianamente de pie como un criminal frente a mi hermana. Mi apariencia le arranca tal grito que le voltean la cara de un revés. Con la mano. Por instinto me abalanzo para intentar defenderla, pero me tropiezo con el jocoso pie de alguien.
En el suelo me rebuscan en los bolsillos y no encuentran nada más que un billete de quinientos. Obvio se lo embolsan. Me patean preguntando por teléfono y cartera. De coraje patean más duro. Alguien chifla y se detienen. Siento alivio pero ya me cuesta trabajo respirar. No insisten en que de un número para llamar. Sin mi celular, ni hacen el intento. De un puntapié se burlan de que la gente no contesta números que no conocen, o no les creen, que el truquito de las niñas chillonas ya esta muy pasado de moda, que me ahorre mis pinches lágrimas, que a nadie le importan Y me dan un sape. No saben quien soy y ni se ocurre intentar decirles. Mi hermana tartamudea histérica y no puede decirles tampoco.
Se acunclilla uno junto a mí, con su sonrisa apestosa y su barba grasienta, a decirme que por ella, señala con la cabeza a mi hermana, igual y pagan, pero que a mí, por listilla, me van a desaparecer, sin más. Y que entonces sí voy a querer darles el teléfono hasta del presidente. Me sostiene de la quijada buscando algo en mis ojos, que los siento irritados. Su olor me pone en alerta; a metal, grasa, comida chatarra, pegamento, sudor, cerveza, miel, gasolina, loción cara pero vulgar. No es que no quiera, no puedo hablar. En el reflejo de sus gafas veo mi cara deshecha, un cuervo enorme en una estaca y la placa de un carro: gza-26-84.
Arroja mi cara con desaire y se va. Yo lentamente regreso a la posición de ovillo en el piso. A mi hermana la jalonean, la alejan. Están hablando por teléfono. Advierten a mi mamá que tiene hasta mañana a las dos. Presume tener un estado de cuenta. Que deje de hacer preguntas y empiece el trámite o no le va alcanzar el tiempo. Se divierten con su miedo. Dicen algo de una casa de Tulipán. La suben al otro carro.
Alguien avienta un cigarro en mi cachete y advierto una aspiración violenta. Ya te cargo la verga pendeja, el patrón dice que ni madres, no sirves ni para entretener y ya no trae espacio. Oigo que bajan un zipper. Pero otro chiflido, en tono de urgente, me salva.
Refunfuña. Ya habrá otras. Escucho el modo encabronado con el que se acomoda el pantalón, no sin antes orinarme. Como no me muevo, me empuja con el pie boca arriba. Fijate, soy tan buena gente que voy a hacer un favor, putita. Corta cartucho, un estallido me deja un zumbido en los oídos y me paraliza un ardor continuado.
El lado izquierdo de mi cara descansa en la grava. Los veo arrancar, derraparse. Y no sé si mi hermana me ve desde lejos con sus ojos angustiados. Solo veo el recuadro que dice gza-26-84 alejarse.
Me quiero mover. Nada me responde. Ruego con cada borboteo de sangre y lágrimas, a quien me quisiera escuchar, que no pido salvación ni perdón, ni quiero largarme de este mundo sin la oportunidad de romperles el cuello con mis manos. Que el gusto de la sangre que siento correrme por la boca y atragantarme, sea por la de ellos.
Al parecer, las palabras sopladas le causaron mucha curiosidad al cuervo, que de un brinco bajó de la estaca y vino a interponerse entre el objeto de mi atención y yo.