Bocados mínimos - un cuento sobre el infinito amor materno
Saludos, amigos steemianos.
Bocados mínimos
Clavos primero, después las rocas lisas, le siguen a ellas los escarabajos vivos, luego las libélulas muertas y, por último, las flores blancas. Alineados los frascos, se recostó del roído banco y fijó los ojos en Nino. El niño, aburrido de su último bocado, masticaba uno de los bordes de madera de la caja que contenía la arena; ella, cansada hasta de sí misma, hacía grandes esfuerzos para no dormirse y recurría a sus recuerdos para mantenerse consciente, como si la memoria fuese el único apoyo que le quedase contra el presente. Viendo fija e inexpresivamente al pequeño amasijo de carne y voracidad, recordó haber estado casada y sentir amor, recordó al esposo cariñoso y a la familia numerosa que esperaba un bebé de los recién casados, recordó los síntomas y la noticia del embarazo. A partir de ese día se produjo en su vida un declive que la llevó hasta ese punto. Quedó sola, devastada, sentada en un banco a medio comer en un parque de juegos abandonado, vigilando que nadie se acercara demasiado al niño que por nueve meses le mordisqueó vientre, matriz y ovarios.
Desde antes de casarse creía que todo lo que sucedía era necesario en la vida. Cada pérdida, tropiezo, victoria, enfrentamiento y decepción, todo constituía la vida y había que aceptarlo sin creer que no generaría mejoras notables. “Las cargas que en la vida se nos delegan son tan grandes como la recompensa que nos espera”, había confiado en esa máxima tan fielmente que cuando los primeros ecos mostraron la mandíbula y dentadura dentro de ella pensó que no sería problema sin solvencia. Su esposo, contagiado por el optimismo de su mujer, permaneció firme por cierto tiempo. Terminó quebrándose cuando los dolores de su esposa lo despertaban a medianoche; cuando a ella le provocaba comer cartón, o uñas de los pies, o corteza, o lamer algún perro para saborear su pelaje; cuando los ecos siguientes mostraron las marcas de la dentadura infantil en las paredes del vientre y en el cordón umbilical. Antes de que la criatura naciera, hecho memorable en la documentación del hospital por las características tan peculiares del infante y por la turbación que produjo en el único doctor que quiso atender el parto, el padre ya estaba a buena distancia del hijo.
Le quedaba, luego de que todos se distanciaran por miedo o de que ella los alejara por protección, los recuerdos que rumiaba diariamente para no verse tragada por la fatalidad de la vida. La carga se le hacía eterna y la recompensa irreal. Había reemplazado la esperanza por la resignación y el compromiso. El niño, Nino, era su responsabilidad y lo había asumido de esa forma desentendiéndose de lo que había sido su vida. Aprendió así a cuidarlo, cosa complicada los primeros meses en que los pezones le fueron deformados a mordiscos. Con el tiempo aprendió que los sólidos eran preferidos por Nino. Así estuvo dos años de la vida de la criatura insaciable cocinando continuamente: ollas enteras de guiso hirviente tragadas apenas sacadas del fuego, cantidades exageradas de acompañamientos desaparecían en segundos, cubiertos perdidos en medio del festín infinito. Pronto el agotamiento la venció y comenzó a cortarse los dedos, a dejar sangre y vendajes en la sopa del domingo, a sudar sobre la pasta, a dormirse sobre el helado… No le importaba nada de esto a Nino, que seguía comiendo indiscriminadamente lo que estuviese a su alcance. Al percatarse de los inexistente niveles de exigencia de su hijo, dejó de ser cuidadosa y alimentó al ya obeso con lo que tuviera a mano.
De cierta forma lo quería y, cuando tuvo más tiempo para contemplarlo sin estar aturdida por el calor sofocante de las hornillas, comprobó que la ternura y el amor adoptaban formas tan inimaginables como profundas. Nino, ya con cinco años, no pronunciaba palabra alguna ni podía tomar siquiera un crayón, al menos que fuese para llevárselo a la boca; aun así, había aprendido lo que desde su perspectiva era útil: regurgitaba lo que no podía digerir y jugueteaba con el objeto en su boca hasta tragarlo nuevamente; podía ser veloz si el bocado que perseguía se percataba de sus intenciones; era paciente y silencioso, bien lo había comprobado la madre una tarde que encontró al gato con medio rabo arrancado y a su niño chupándose los dedos cubiertos de sangre y pelos. A pesar de no hablar, respondía a lo que se le preguntaba con asentimientos y un sistema de reacciones que ella había aprendida a descifrar.
Los pequeños momentos en los que los dientes no se habían interpuesto entre ella y Nino, le dejaban un regusto de afecto y orgullo. Se aferraba allí, a los recuerdos lejanísimos, a los pequeñísimos atisbos de amor filial y al aplome propio. Tristemente no bastaba con eso. Ahora vivía sumida en un cansancio más pesado que su hijo, permanecía días enteros vigilando lo que se llevaba a la boca y alejándolo de los cables eléctricos por no estar segura de que la resistencia de Nino fuese aun suficiente para soportar una descarga eléctrica. Cuando el niño dormía, moviéndose con muchísimo cuidado, comía, limpiaba, se aseaba, arreglaba lo que el agotamiento le permitía y dormía intranquilamente, sobresaltándose por cualquier ruido.
La brisa fría y el sonido de los escarabajos moviéndose dentro del frasco estimularon el sueño al que tanto se resistía. Durmió sin enterarse unos quince minutos hasta que, justo a su lado, un ruido seco y resonante la hizo despertar de golpe, asustada tremendamente por haber permitido tal descuido. Inconscientemente, levantó ambas manos hasta tenerlas enfrente para asegurarse de conservar sus nueve dedos y medio. Se volvió instintivamente hacia la caja de arena, Nino no estaba allí y eso acrecentó su angustia. El ruido que la había despertado llamó su atención nuevamente. En la parte posterior del banco estaba Nino sentado con tres de los frascos frente a él. Un puñado de escarabajos se retorcía en su manita gorda y las libélulas eran arrastradas por el viento del ocaso. El niño masticaba varios clavos y cuando dirigió el rostro hacia su madre le regaló una sonrisa sanguinolenta que la hizo suspirar aliviada. Ayudó al niño a recoger los frascos, los introdujo nuevamente en su bolso y cargó no sin esfuerzo a Nino. Contento de estar junto a ella, el niño la abrazó mientras chupaba la trenza que le tejía el cabello. Antes de llegar a casa, Nino se había dormido con un bocado a medio tragar. Era casi hora de cenar.
Gracias por su lectura. Sus comentarios serán apreciados.
Un cuento muy bueno y extraño, @ramhei.textual. Me atrevería a decir que entre el horror quirogueano y lo grotesco, pero con un halo de ternura contrastante.
Agradecido por su lectura y por fijarse en los detalles.
Así creo que es el mundo y la vida misma: grotesca, con un indudable gusto a ternura.
Me sorprendió,@ramhei.textual.Lo leí, lo volví a leer para digerirlo, me impactó el horror llano, liso que logras y que contrasta con la introducción referida al día de la madre.
Espero lo haya sorprendido de buena manera. "Lo leí, lo volví a leer para digerirlo", creo que aprendió algo de Nino, hahahahahah.
Buenísimo que causara esa reacción, la idea es que el lector se sorprenda y desde el horror reflexione.
Gracias, @ramonochoag.
Es este uno de los mejores cuentos que he leído de tu autoría, @ramhei.textual. Grotesco, duro, casi de terror, pero que guarda en él la mirada sacrificada y resignada de algunas madres. Un abrazo
Lo grotesco, casi con naturalidad, se me da oportunamente.
Agradecido con usted por estar en constante seguimiento de mi progreso.
Como todo lo que escribo: este texto es conjunción de una idea y la imaginación; nunca está de más retorcer lo que se percibe.
Un abrazo, @nancybriti.
Vaya que me has sorprendido, bien narrado cada detalle, cada situación extrema. Es un gran guión para una película Del Toro. Un abrazo @ramhei.textual.
¿Una película?, tal vez un corto. Sería interesante.
No creo que llegue a la altura de tan buen director, hahahah.
Gracias por su lectura, @antolinamartell. Nos estamos leyendo.
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