El viaje | Segunda (y última) parte
Buen día tengan todos los paseantes de esta plataforma. En esta ocasión les traigo la segunda y última parte del cuento «El viaje», cuya primera parte pueden leer aquí. ¡Ojalá encuentren en su lectura algún destino posible. Pasen adelante.
Buen día tengan todos los paseantes de esta plataforma. En esta ocasión les traigo la segunda y última parte del cuento «El viaje», cuya primera parte pueden leer aquí. ¡Ojalá encuentren en su lectura algún destino posible. Pasen adelante.
El viaje | Segunda (y última) parte
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Que ella comiese con tal abundancia era una rareza; no solía verla sentarse en la mesa con los demás con el pretexto de que nunca sentía hambre, decía que perdía el apetito de solo probar lo que cocinaba a diario para el marido y los seis hijos. A pesar de lo cual la mujer no era delgada, sino que exhibía la figura de alguien que se dejaba seducir por las exquisiteces de la buena cocina. Nadie jamás llegaría a sospechar de su perpetuo ayuno de santa penitente a la espera de canonización. No se decían más de las palabras elementales, postergando quizá una conversación que debían tener en algún momento.
Las siguientes paradas no diferían demasiado de la primera que ya había visto. Sin embargo, el muchacho se fijó en un detalle, algo quizá insignificante para los demás, pero en lo que él reparó apenas se asomó por la puerta del bus: la temperatura del aire había cambiado. Y no se trataba solo de ese cambio propio de las horas nocturnas, cuando se ha ocultado el sol y se refresca el ambiente; era que el frío se había intensificado de una manera que lo sorprendió, y hasta creyó que podía quedarse petrificado junto a la entrada; una frialdad en todo diferente a la del bus o la de las noches en su pueblo. El agua que salía de las llaves de los lavamanos públicos parecía sacada de la nevera para aplacar un intenso calor. Él llegaría a conocer muy bien aquellas variaciones hacia una frialdad cada vez más intensa e insistente, de la que no era posible huir. El mismo frío, al que no llegaría a acostumbrarse nunca; la causa de los calambres nocturnos que le interrumpían con frecuencia el sueño, de las incontrolables ganas de orinar a cada momento, de sus manos heladas a pesar de los abrigos y las chaquetas. La lista decía que era necesario equiparse de ropa gruesa y abrigos de lana, pero no decía nada acerca del frío que penetraba la tela, atravesaba la carne y se fijaba en los huesos, propagando su escarcha blanquísima y sus finas hebras en todo el cuerpo. A pesar de que ignoraba por completo estas cosas, sintió que se trataba de un anticipo, de una extraña sensación de proximidad, de que estaba cerca de su destino (quizá sea exagerado e impreciso llamarlo premonición). Debía ser como esa brisa fresca y seca que sopla contra el rostro y trae un suave aroma de tierra mojada por la lluvia, de olor salino y peces descompuestos o de hierba verde con su dulzón vegetal; y aunque uno no pueda verlos, tiene la certeza de la tormenta, del mar o del bosque.
Los primeros rayos del sol que se colaban entre los pliegues de las cortinas lo sacaron de su profundo sueño. El bus todavía rodaba a través de carreteras trazadas por una geografía impenetrable. Ese fue su hallazgo más significativo en la medida en que se despertaba, mientras era consciente de los dolores de rodillas, de espalda y de las nalgas, del sabor amargo de su boca; la topografía del paisaje había cambiado radicalmente. Con seguridad se encontraban ya en algún estado andino, dominado por las altas montañas aunque bastante boscosas para tratarse de los paisajes parameros. El resto de la mañana no volvió a dormirse, y pudo percibir ese indetenible y lento cambio en las imágenes que se le presentaban en su ventana hacia una geografía cada vez más distinta a la de su pueblo.
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Cerca de las once de la mañana atravesaron el portón enrejado del colegio. En la entrada se podía ver el logo de la institución con un corazón y el nombre en un letrero de hierro forjado. Iban en el bus amarillo del colegio, una unidad nueva y en perfectas condiciones, y no hizo falta que se identificaran en la caseta de vigilancia. La previsión del rector había dispuesto que el chofer estuviese esperándolos en el terminal terrestre para llevarlos directamente a El Valle. Todos los otros muchachos iban con los ojos bien abiertos, expectantes ante las cosas que iban apareciendo en la carretera. Eran todos muchachos de su misma edad. Y las madres eran todas mujeres parecidas a su propia madre, con los mismos temores e inquietudes, por lo que no se percató del momento en que comenzó a hablar con otra señora que ella llevaba al lado, en la otra fila de asientos. Su madre era buena conversadora, y tenía cierta facilidad para caerle bien a las otras personas y entablar con ellas largas y entretenidas conversaciones. Después de unos diez minutos de viaje, varios representantes charlaban entre ellos; solo los hijos permanecían callados, recelosos con los demás, avergonzados quizá por aquella confianza inusitada de los padres. Pero cuando entraron al colegio, todos parecieron atraídos por las cosas que se iban mostrando en el recorrido de la serpenteante vía, que al muchacho le recordó a la carretera de Cumaná a Puerto La Cruz. Primero la laguna artificial que bordearon para llegar a una exposición y venta de artesanías, después la entrada a un bosque de pinos a cuyo costado se levantaba una figura alta y de piedra de Cristo, más adelante unas estructuras que se promocionaban como el Cámping Mérida con avisos vistosos de letras rojas y negro, más allá aún un hotel de amplios arcos de medio punto, y finalmente el colegio de paredes blanquísimas en una planicie sobre una montaña. Todo aquello con su aire particular de ambiente campestre, de paisaje de revista turística, de postal para promover la visita de extranjeros cansados de su vida en inmensas metrópolis, con olor a hierba verde y dulce, salpicado de moho y musgo. De inmediato hasta los padres se sintieron encantados y atrapados por aquel paisaje, por aquella suave brisa que acariciaba los rostros dejando apenas un rastro frío y un efecto adormecedor.
Desde el momento en que se bajaron del bus en la parte de la cocina, cerca del estacionamiento del bus amarillo, las cosas sucedieron con una velocidad que no es posible calibrar porque el tiempo pasa a un segundo plano y se olvida con facilidad medir el transcurso de los minutos y las horas. Lo primero fue separar a los padres de sus hijos y cada uno a sus actividades particulares. Los padres al hospedaje y ellos al dormitorio en el edificio más grande. Introducidos sin transición en aquel mundo de normas rígidas y prohibiciones; para eso les habían pedido estar un mes antes que los otros estudiantes, de manera que la adaptación fuese menos traumática. Al menos eso decían los encargados que ahora les guiaban en la manera de hacer las cosas, en la forma de conducirse, en recordar los horarios y las actividades fijas a las que no se podía faltar porque de lo contrario había que asumir serias consecuencias.
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Los próximos tres días fueron de paseos y recorridos por las instalaciones del colegio. El muchacho nunca hubiese imaginado que un colegio pudiese tener tal extensión y tal cantidad de construcciones. A los edificios del internado –las cinco edificaciones principales alrededor del patio central donde estaban los dormitorios de los varones, la casa de las monjas, el dormitorio de las hembras, el edificio de aulas, el administrativo con sus dos bibliotecas y la cancha– había que sumar los talleres –porque graduaban técnicos medios–, la casa de los curas, la casa de los voluntarios, el gallinero con cuatro galpones, la vaquera con su sala de ordeño, el Cámping, la Hospedería y la venta de artesanías. Estos últimos ya los había visto a su llegada. Todo en medio de un paisaje dominado por el verde de los pinos y el azul pulcro del cielo hasta las tres de la tarde; después de esa hora, una neblina espesa cubría todo y era difícil distinguir la figura de los otros aun a unos pocos metros de distancia.
Luego de las comidas veía a su madre, que en general estaba reunida con un grupo de mujeres que también fumaba. Su madre le contaba qué habían hecho ese día, maravillada por la imagen del colegio que se iba dibujando en su cabeza. Él también le decía cuáles habían sido sus actividades esa tarde o por la mañana, los lugares que conocieron. Quedaba claro que a los padres trataban de venderles el mejor concepto del colegio y a ellos los entretenían, de manera que no coincidiesen, porque en algunos casos su madre también había paseado por los mismos lugares que ellos, aunque en horas o días diferentes. Solo coincidieron en la misa del domingo por la mañana, el último día en el que los padres estarían en el colegio. La misa se hizo a capilla llena, porque asistió una importante cantidad de representantes. En la sala había cierta atmósfera de nostalgia y de tristeza, que el cura debió percibir, porque lanzó varias sentencias en contra del sentimentalismo inútil, a favor del abandono del hogar para iniciar una nueva vida, para construir el futuro, y citó varios pasajes bíblicos para darle contundencia a sus afirmaciones. Después del almuerzo, había dicho el rector, el bus haría varios viajes al terminal de pasajeros para llevar a los que se marchaban.
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A diferencia de su madre, al muchacho no le resultaba sencillo establecer amistad de buenas a primeras, ni siquiera con los de su edad. Era más bien desconfiado y distante, aunque no se pudiese decir que fuera antipático ni de mal trato; al contrario, era cordial y educado. Su maestra de sexto grado, la principal promotora de su viaje a aquel colegio, no se cansaba de elogiarlo, y solo se mostraba dubitativa al hablar de las capacidades del muchacho para socializar con sus pares, aunque era otra cosa cuando se trataba de adultos con quienes era conversador y se mostraba más abierto y en confianza, lo que ella atribuía a su evidente madurez. Su madre le había insistido que tenía que hacer nuevos amigos, que la soledad no era buena consejera; con amigos, le decía, van a ser más fáciles las cosas, ya verás.
Debía faltar poco para las 5:00 p.m., pues una voz de mujer había anunciado repetidas veces por el altoparlante la salida del bus hacia el terminal terrestre a esa hora para trasladar a los últimos padres que quedaban en el colegio. Desde donde estaba no tenía acceso al reloj del patio central, que marcaba el tiempo de todos en el internado; esa fue la primera advertencia cuando los hicieron formar filas, aun con las maletas a cuestas, frente a las escaleras del patio. Además, el cielo nublado por una niebla espesa que se apoderaba de todo no le permitía calcular qué tan tarde podía ser. Desde mediodía había estado con la madre en una tiendecita de artesanía en un pueblo cercano al internado, comprando algunas piezas de arcilla, que seguramente la mujer regalaría a sus hermanas y a algunas amistades. Hicieron el trayecto a pie, porque no era lejos, según le comentó la madre, y porque el sol parecía no salir con demasiada frecuencia en aquel sitio. Es un sol enfermizo, raquítico, perezoso, se dijo apenas estuvo a la entrada del colegio el primer día. En el camino estuvieron conversando: él le contaba las cosas que había visto, los sitios a los que los llevaban mientras ellos estaban en la convivencia; ella le repetía la cartilla de recomendaciones que le daban en los largos encuentros que tenían los padres con varios de los encargados.
Debía faltar poco para las 5:00 p.m., porque el bus amarillo con el logotipo del colegio estaba encendido junto al estacionamiento, los pasajeros embarcaban y se iban ubicando en los asientos que mejor les parecía. El conductor ayudaba a los padres a meter y acomodar las maletas en los últimos puestos. Él le cargó el bolso a su madre y el chofer le indicó dónde podía ponerla, después se bajó de la unidad y la madre lo estaba esperando. Iba abrigada y en su bolso de mano llevaba una cobija para arroparse en el expreso de vuelta; todavía llevaba el cabello mojado por la ducha antes de abandonar la hospedería; el maquillaje impecable y sobria de prendas. Su madre era una mujer muy cuidadosa con su aspecto, de eso no cabía dudas. Hasta le pareció más joven de lo que en realidad era, rejuvenecida quizá por el clima y el aire fresco de la montaña, que en todas partes se dice es saludable para el cuerpo. Todavía no se le acercaba y pudo adivinar los ojos acuosos de la mujer, esos dos pozos cristalinos en los que él se veía a sí mismo como un completo abandonado, como un huérfano desamparado. Ella estaba por reventar en llanto y él luchaba con una fuerza más poderosa que evitaba que la acompañara en las lágrimas, y hasta se permitió consolarla y trató de que se calmara. Estaba sorprendido con aquella fortaleza tan inusual en él, tan ajena, que sin embargo le ayudó a de mantener la calma. Su madre lo abrazó con fuerza, como si quisiera arrebatarlo de aquel lugar.
—Yo sé que aunque quisieras irte conmigo te vas a quedar; eres terco, y en eso te pareces a mí. —Decía, y le arreglaba el cuello de la camisa y le pasaba la mano por las mejillas. —Algún día te vas a dar cuenta que esto es lo mejor para ti. Recuerda todo lo que te he dicho; ya sabes. Toma: cuando te sientas solo acuérdate de mí. Ellos te ayudarán cuando lo necesites. Yo prometo acordarme de ti y extrañarte siempre... —Las palabras se le ahogaban en la garganta con el llanto. El muchacho tomó entre su mano lo que la mujer le entregaba. Las cosas sucedieron tan rápido que no tuvo tiempo de ver qué era.
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—Pero, mamá, si no estoy muerto... —alcanzó a pronunciar, sabiendo que cuando se dicen cosas bajo el influjo de las emociones no siempre son coherentes y racionales. Ella no respondió y le dio un beso al muchacho; él también la besó, como si fuese la última vez. Luego se subió al bus, y ella lo miraba con ojos tristes, con una tristeza tan honda como la que han de sentir las madres cuando entierran un hijo, así, cada lágrima que ella derramaba era una pala de tierra que caía sobre el ataúd hasta cubrirlo por completo.
Debían ser las 5:00 p.m., porque el bus arrancó dejando atrás el olor a gasoil y el humo blanco que desprendía por el tubo de escape. El muchacho corrió, como sus otros compañeros de curso que despedían a sus padres, hasta esa zona limítrofe entre la pendiente y la planicie sobre la que estaban construidas las principales edificaciones del colegio. Alcanzó a ver el bus que iba lento pero decidido por la carretera, y lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre el follaje de los pinos que crecían en todas partes, y siguió mirando ese punto del paisaje hasta que –supuso– el vehículo atravesó el portón de la entrada y se enrumbó hacia la ciudad.
Sentía ganas de llorar, de irse en lágrimas como su madre, pero el dolor de su partida, los sentimientos confusos que le dejaba aquella despedida le parecían insignificantes, cosas triviales, frente al futuro que tenía ante sí, tan incierto como prometedor; apenas tomaba conciencia de ello. Comenzaba a comprender que sus días no serían los mismos de ahora en adelante; su vida –aquella vida de preadolescente sometido al dominio de sus padres, sin más horizontes que el que habían tenido los otros muchachos de su edad– había dado un giro en una dirección opuesta. Y todo ello por una decisión suya, no por imposición de otros. Su decisión lo había llevado a ese lugar; ignoraba si era buena o mala. Si estaba al borde de un precipicio y con los ojos vendados y caería al vacío, no podía decir la última palabra hasta que sus huesos se reventasen y crujiesen al chocar contra la superficie del fondo; no tendría una opinión definitiva hasta que llegase al final. O que todo cambiara inesperadamente, contra toda expectativa; siempre había posibilidades.
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Un profundo vacío se apoderaba de su abdomen, como si tuviese un hambre anterior a su propia existencia, aunque sabía que no se llenaría con un banquete espléndido en el que él fuese el único comensal. Introdujo la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y extrajo el obsequio de su madre: un escapulario con dos imágenes, una de José Gregorio Hernández y la otra de la Virgen del Valle, las devociones privilegiadas de su madre. Apretó en el interior del bolsillo las imágenes traslúcidas, mientras caminaba hacia las escaleras del patio central porque había sonado el timbre para formar filas e ir al comedor para la cena.
—Siempre hay posibilidades —se dijo en voz alta, precaviéndose de usar un tono bajo para que nadie lo oyese, pero sin disimular la leve sonrisa que se dibujaba en su rostro.
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Cónchale, chico, me quedé como pajarito en rama.Qué pensaba hacer el muchacho?
Me he reído mucho con tu comentario, @solperez...! Quizá este cuento haya cumplido su cometido precisamente al dejarte más dudas que certezas. Un abrazote.
El muchacho creció, en cada curva del camino y en cada cambio del paisaje. Sobre todo creció en la fe y las lágrimas de su madre. Ojalá haya tomado la decisión correcta. Gracias @reycard, una historia impecable.
Así es, @evagavilan, o al menos eso me gusta creer a mí... Gracias por tu lectura y por seguir este cuento. Un abrazo.