Flagelos (monstruos conocidos) / Poemas - extractos
El tiro debería entrar por la frente.
Ese terror al dolor, la tortura evitable.
El tiro debería ser limpio,
aunque al final esté lleno de entrañas.
El tiro debería ser de repente.
Que no dé tiempo a pensar.
El tiro caliente debería salir de tus ojos,
y así crucificarme,
cosificarme mudo y maniatado
por la sorpresa de no estar allí,
entre tu ceja y ceja.
Ese blanco y negro que eres tú,
pisada por la elegía,
desde la distancia social
y la corrección política
y el canto de sirena de tu mano con la mía,
aquella mañana en desorden,
de los ojos contraídos,
del arte superfluo,
de la fotografía antaña,
de las películas de Huston,
de la poesía fantástica,
esa que escribe tu mano en mi rostro,
fugaz en mi barba,
creyendo inocente
que soy de papel.
Aquí están mis dedos
ordenados en fila,
de menor a mayor,
asimétricos,
desproporcionados,
colocados divinamente
en mantel blanco,
apuntando al sur
que es de donde vienen.
Descajados,
arrancados de raíz,
son mis dedos la pleitesía
y la rendición.
La cuenta última de ese suspiro final
que di cuando supe
que hasta la cerca llegaría.
El cansancio susurra que la deje ir. El río es mejor compañía que mis tensiones. Su corriente más llevadera que mi mutismo y esa introvertida insistencia en ser fantasma. El sonido de sus aguas inspira más confianza que los gruñidos y espantos que deposito en la cama, en la mesa, en el porche. El río trae ventura; yo, desgracias. El río la mecerá lánguida en un vaivén palaciego, rotundo, sinuoso, buscando el descanso. Yo seré siempre marea roja desencantada, de pocas mieles y paciencias. El río es padre y madre a la vez. La selva le rinde pleitesía, y la montaña exprime su alma en sacrificio a su merced. Yo soy el temblor infértil del hombre, la huella en la arena descartable, la sombra frente al reflejo revelador. Su pelo tiene más en común con el río que con la raza. Tiene más en sus colores, en la pertinencia de su sangre, trazos del río que la lleva sonriente. De mí solo la historia simple y engañosa que nunca declamó amores con aplomo, temeroso siempre de ella y de los elementos que le aguardan. El río es cuna y luna en la noche clara y templada. Seré, ya sin ella, el propósito desierto ardiente, sin más horizonte que la planicie eterna y sin sociego.
(*)Imagen libre de derechos de autor (pixabay.com)
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