El destino elegido
Cuenta una vieja leyenda que en una altísima montaña, al sur del mundo, brilla una luz y su resplandor se ve de lejos.
Decidí aceptar el desafío pues aquellas palabras habían aguijoneado mi curiosidad desde el momento en que llegué a esas tierras llenas de misterio.
En el lugar en donde me hospedaba habían viajeros que arribaron a este sitio austral atraídos por la leyenda. Algunos de ellos habían oído hablar de aquella luz y se oían comentarios de los más variados acerca del origen de la misma. Existían historias que relacionaban el resplandor con una actividad paranormal, fantasmas, extraterrestres y hasta con duendes del bosque. Los más escépticos decían que el fenómeno estaba sin dudas asociado a causas geográficas combinadas con el factor climatológico de la montaña. Lo cierto era que nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que ocurría en lo alto.
Al dueño de la hostería le interesaba fomentar lo fantástico de la leyenda pues el número de huéspedes aumentaba proporcionalmente a la intriga del misterio y el boca a boca era el mejor medio propagandístico. Él mismo decía haber visto la luz de cerca e inclusive describió cómo un aura luminosa lo cubrió provocándole una sensación indescriptible.
Debo admitir que la forma de enterarme del sitio fue más bien casual porque no estaba en búsqueda de una revelación divina ni era fanático de lo paranormal. Fue más bien un destino elegido para relajar algunas tensiones familiares y lograr un escape a la rutina. Mi visita al sur no tenía una motivación muy feliz. La enfermedad de mi hermano se había agravado en esas semanas y en esta ocasión parecía estar perdiendo su batalla. Pedí una licencia en mi trabajo y viajé allí para acompañarlo en su duro proceso. Yo era su única familia y él condensaba en su persona prácticamente mi vida entera. Quien yo era se lo debía a él. Mi hermano supo ser padre, madre y amigo al mismo tiempo. Su salud por momentos parecía repuntar pero la mejoría solo duraba un par de días. En un momento en que la enfermedad le dio tregua, me sugirió tomarme unos días e ir a la montaña para distenderme. Él había estado allí, escalado la montaña más alta del lugar. Me recomendaba la experiencia insistentemente pero nunca me había hablado del fenómeno de la luz misteriosa.
Me calcé mi mochila, conteniendo provisiones, bolsa de dormir, abrigo, linterna, brújula y demás instrumentos de montaña y partí con los primeros rayos de luz. Comencé a sentir un vértigo diferente, era placentero y desafiante. No sabía qué era lo que me movía, cuál era el motor que me impulsaba a querer saber. Sinceramente, había llevado una vida bastante mediocre, dedicando mi vida a trabajar y a mis hijos, a quienes amaba profundamente. Tenía un pasar sin verdaderos sobresaltos. Realmente no había experimentado nunca la aventura o la sensación de caminar hacia lo desconocido, vivenciar la incertidumbre de los caminos, la sensación de ascender a través de una naturaleza silenciosa y envolvente. Era pequeño, insignificante, pero me sentía parte de esos bosques ancestrales. Despertó en mí la pertenencia a todo aquello, a lo verde, a la paz, a lo pureza. ¿Cuán lejos había estado de mis verdaderas raíces?
Llegado el mediodía el camino comenzó a tornarse duro y empinado por lo que decidí parar y almorzar. Hurgando los bolsillos de la mochila en búsqueda de la cortapluma, encontré un papel doblado al medio. Lo abrí y pude distinguir la letra de mi hermano. En sus prolijos trazos
Se leía: “Hay una luz que es leyenda, esa luz ilumina solo a quien sepa ver. Su brillo no es igual, como no son iguales las pupilas a las que alcanza”. Claramente mi hermano había visto la luz en el pasado, o por lo menos conocía la leyenda y de algún modo sabía que yo subiría la montaña en su búsqueda. De alguna manera él quería que emprendiera aquella aventura. Pero si él había logrado llegar y ver, ¿por qué omitiría ese detalle al sugerirme el viaje? ¿Por qué había sido tan ambiguo con sus palabras?
Comencé a pensar en él, en su resplandeciente sonrisa y en su mirada sin edad. No había enfermedad alguna que opacara el don divino de su sonrisa ni dolor que nublara sus pensamientos, tan transparentes como aquel río que surcaba el valle, siempre constante. Él era como un río, aparentemente idéntico, pero nunca era igual. Un río nunca es el mismo, sus aguas cambian. Sentía al igual que él, que cada sonrisa, cada palabra y cada abrazo pasarían por su cauce para no volverse a repetir.
Dejé esos pensamientos de lado y retomé el camino. Volví a compenetrarme con mis pies, mis músculos, mi respiración agitada. El sudor bajaba mi temperatura corporal como así también limpiaba mi espíritu. Dificultosamente completé más de la mitad del trayecto, cruzándome con un par de viajeros que descendían alegres, pensativos, lanzando miradas intrigantes pero alentadoras a los que teníamos aún por delante el aprendizaje pendiente. En una oportunidad me detuve a tomar aire y coincidí con el descanso de un joven extranjero. Rompí el silencio y con mi inglés tosco le pregunté qué había logrado ver en la cima de la montaña. Se sonrió, guardó silencio por un instante. Supuse que no me había comprendido pero luego balbuceó algo que no llegué a comprender del todo. Solamente pude entender que la experiencia era particular e individual. Hay algo allí muy especial aguardando a cada uno. Tomó sus cosas, se despidió y echó a andar sin prisa, silvando por el camino.
Atardecía y pronto llegaría a la cima. Se debía llegar antes del anochecer para poder presenciar el fenómeno en su plenitud. Estaba realmente extenuado pero me había propuesto no hacer demasiadas pausas para no demorarme y poder descansar arriba y tener así todos los sentidos alertas. Aún no había rastros de la luz. Debería oscurecer lo suficiente para poder divisarla.
Mis piernas cansadas comenzaban a tropezar con las piedras sueltas del camino. Aún así logré poner pie en la cima con los últimos destellos de luz. Me senté fatigado sobre un tronco y a medida que recuperaba mis pulmones empecé a sentir una paz muy particular. Absorto, me quedé contemplando el paisaje que languidecía minuto a minuto. Ver aquel espectáculo me emocionó hasta las lágrimas. El bosque, su silencio, la apacible y progresiva penumbra que cubría el valle y las laderas, me daban las buenas noches.
Descubrí que no estaba solo en el lugar. Escuché las voces de otros tres caminantes que recién arribaban a la cumbre.
Me acerqué a ellos y nos sonreímos con complicidad. Una quietud invadió el ambiente. Claramente comenzamos a sintonizarnos con la montaña. Pasaríamos la noche allí pero decidí apartarme del grupo y hacer de la experiencia algo individual, recordando las palabras del extranjero que me crucé al subir. Tomé mis cosas, me excusé respetuosamente y les deseé buena suerte. Yo estaría del lado opuesto de la cima, detrás de un bosquecillo preparando una fogata para calentar la noche. Curiosamente no sentí miedo, me encontraba sereno. El cansancio logró vencerme, me introduje en mi bolsa de dormir y comencé a soñar de inmediato.
En un sueño muy nítido estábamos mi hermano y yo de niños. Él vestía la camiseta de su club favorito, sus zapatillas negras gastadas y su flequillo largo que rozaba sus ojos. Con su clásico gesto se quitó el cabello de la vista corriéndolo a un costado y comenzó a reír. Mis oídos y mi alma se inundaron con ese sonido mágico. Había olvidado cuánto amaba esa risa risueña. Reímos juntos un buen rato y echamos a andar en bicicleta por el barrio de nuestra infancia. Tenía la certeza de que nunca habíamos crecido, estaba seguro de que no había transcurrido el tiempo. De repente, me pude ver a mí mismo pero no era más un niño, tenía mi aspecto adulto. ¿Qué estaba sucediendo? Le pregunté confundido.
Frenó su bicicleta y me tendió la mano. Me dirigió una mirada dulce y me dijo:
— No tengas miedo a crecer. Si poder observar nunca dejamos de ser niños. Tampoco temas perder a alguien porque nunca se pierden a los seres queridos. Siempre te acompañan como una luz, la luz del sol o de la luna. Yo soy ahora tu luz. Como lo fueron para mi mamá y papá hace unos años en lo alto de esta misma montaña. Ellos me encargaron traerte aquí para poder despedirme. Despertá. Ésta luz no es un adiós sino un hasta pronto.
Con su pequeña mano acarició mi mejilla. Al mismo tiempo sentí un calor muy agradable en mi rostro. Abrí los ojos y una luz muy blanca y cálida me abrazó. Me dejé envolver por la placentera sensación. A algunas decenas de kilómetros el cuerpo inerte de mi hermano era abandonado por su alma grandiosa y ella se hacía presente en esa luz en su condición más pura. Comprendí la situación de inmediato y pude decirle adiós. De pronto la montaña oscureció.
Al atardecer del siguiente día regresé a la cabaña. Tuve un descenso muy sencillo. Completamente en armonía conmigo mismo me deslizaba liviano por las laderas de la montaña. Sabía lo que había ocurrido pero lejos de atormentarme me llenaba de paz. Me senté a recobrar energías. En otra mesa se encontraban los tres viajeros que me acompañaron en la cima, rodeados de curiosos. Aseguraban haber visto la luz pero no hablaron acerca de su origen. Se guardaban la experiencia para ellos mismos. Lo único que pudieron revelar era que cada uno aseguraba haber visto algo distinto.
En un momento de la velada algo en el paisaje llamó mi atención. Una luz se veía destellar en lo alto de la montaña. Lo curioso de todo aquello era que solo el dueño del lugar, los tres viajeros y yo pudimos observarla. La leyenda era real solo para quien estuviese dispuesto a descubrirla.
Ludmila
MIÉRCOLES, 28 DE FEBRERO DE 2018