Relato de un encuentro previstamente imprevisto

in #spanish7 years ago


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Puerto Ordaz, domingo 03:57 de la tarde en alguna antigua parada en un colegio apenas a algunas cuadras de mi casa. Me acompañaba el sol abrasador, un perro callejero que dormitaba bajo la sombra de un árbol y un indigente que escarbaba en la basura. Se interrumpía el silencio con el cuchicheo entre dos señoras que cruzaban al otro lado de la calle y se desvanecía a medida que avanzaban. Los domingos no ocultan la soledad, se les resbala de los bolsillos, y allí estaba yo en medio de la desértica calle con las gotas de sudor resbalando por mi espalda, esperando a Pedrito.

La última vez que nos vimos ambos vestíamos uniformes de bachillerato y el arrastraba consigo la habladuría del entorno, aunque quizás no lo supiese. Mis compañeras de clase lo habían apodado “Cara de rata” más que por algo físico, por ser chocantes, y así fue como lo conocí, como “El cara de rata”, y era inevitable que al verlo no se generara en mi cabeza una analogía entre él y su apodo. Parecía simpático. A veces lo observaba en los pasillos, en las mesitas del comedor y desde la puerta del salón de biología, antes entrar a su clase en el aula de al lado. Tenía una forma peculiar de caminar, como si en sus pasos firmes flotara. A veces le sonreía, o a veces mi sonrisa ya estaba cuando nos encontrábamos. Corrijo, cuando nos topábamos, la palabra encontrar podría parecer que nos buscábamos y no, jamás lo hicimos, al menos no conscientemente. Nunca pensé que se diere cuenta de aquella colisión de miradas matutinas, hasta que un día se acercó inesperadamente y me preguntó tan seguro de sí mismo “¿Qué te causa tanta risa cuando me ves?”. Entonces apenada ante mí demasía, pero con mi orgullo intacto contesté: yo siempre miro así.

Para entonces yo era una completa mojigata intentando ser la monedita de oro que agradara a todos.

El sonido de una moto me despertó de mi trance. Caminaba de un lado a otro para confundir a cualquier maleante que quisiese entablar una conversación. De vez en cuando uno que otro carro se detenía, algunos para esquivar los huecos, otros resultaban ser viejos verdes lanzando algún piropo balurdo.
La noche anterior Pedrito me había saludado, llevábamos cuatro años posponiendo el salir a tomar un café con la excusa de que “un día de estos” lo haríamos. La típica respuesta que damos cuando tememos ver el pasado y darnos cuenta de que nos hemos convertido en aquello que tanto repudiábamos. Entonces postergamos aquellos encuentros esperando a que algún golpe de realidad, casualidad y algo se suerte nos muevan a aquello. Pero “un día de estos” jamás llegó. En su lugar, el domingo se veía perfecto para ponerse al día con los eventos de la vida, y quedamos así: el pasaría por ese punto de referencia, pues se perdería con la dirección a casa.

-¿Cómo sabré que vienes en camino? No tengo teléfono para comunicarme –le dije.

-Hagamos una cosa –contestó- Yo me estacionaré a las 4:00 pm en el colegio, entre el árbol y el chaguaramo, allí nos vemos, no me dejes plantado.

Pasé toda la noche pensando en si ir a aquel encuentro, pues después de cuatro años era de dudar que él realmente estuviese allí, ¿y si él pensara lo mismo que yo y decidiera no ir? ¿y si no voy y él va? En fin, allí estaba yo, a las 4 de la tarde, confieso que un poco nerviosa. Después de cuatro años cualquier conocido se convierte en desconocido. Recuerdo que cuando apenas lo conocí un amigo llamado Daniel solía decir que estaba en “malas mañas”. Años después Daniel me envió una carta declarando su amor oculto por mí desde hacía tanto tiempo, por lo que sus conclusiones hacia Pedrito pudieron estar mezcladas con los celos. Con “malas mañas” se refería a asuntos de drogas en el mejor de los casos y delincuencia en el peor. “A mí me parece un muchacho normal”, le respondía. “Bueno si yo fuese tu no me juntaría con ese tipo de personas”. Sus palabras eran una sentencia, y temía que descifrase entre mis palabras y mi mirada la inexplicable atracción hacia aquel niño de tez pálida y sonrisa torcida.
Las conversaciones con Pedrito eran constantes y jamás las consideré superficiales, al contrario me hacían analizar la vida, a veces podía ser tan melancólico… Él me recordaba una canción llamada Pawn Shop Blues, la cual en su opinión no tenía ni sentido ni significado alguno, era una canción “vacía”. El sentido que carecía para el me embriagaba a mí, aunque él no lo supiese. Me di cuenta de que había empezado a quererlo después de regalarle el primer libro que leí. Recuerdo que apena tenía 11 años la primera vez que tope con aquellas páginas de Paulo Coelho: A orillas de río piedra, me senté y lloré. No sabía que años más tarde odiaría los libros de autoayuda.

-Lo he leído dos veces, me ha gustado mucho ¿Cuándo lo devuelvo a tus manos? –me había dicho Pedrito en una llamada unos meses después de nuestro último encuentro.

Pero ya era tarde, yo no podía sucumbir en el abismo que aguarda el querer a una persona, incluso cuando a los 15 años se sepa tan poco lo que es realmente querer. Y los cuatro años de ausencia sirvieron para apaciguar ese sentimiento. Pero allí estaba, en una parada, esperando por nuestro encuentro.

El perro que dormitaba bajo el árbol se había ido junto al vagabundo. Y los pensamientos que se rehacían una y otra vez se desvanecieron cuando un carro se detuvo frente a mí, tenía los vidrios ahumados. Debía ser él. Bajó el vidrio, y estaba allí, después de tanto tiempo. Sonreí. Volví a ser la niña mojigata y por un instante sentí aquella soledad que aguarda los domingos… Después de todo no estaba muy lejos de ser la persona que quería ser.