Conversación Nocturna (Cuento, por zenith1)

in #spanish6 years ago (edited)

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Es de noche y dos hombres dialogan en la segunda planta de un inmueble en construcción. Están de pie, arrimados a una fogata.

―¿Estás bromeando? ―pregunta el que se hace llamar Alfonso Vélez.

―No ―replica el otro, Urzúa, con su lentitud habitual. El raído abrigo le queda un poco largo. El morral, sucio y viejo, le cuelga del hombro izquierdo―. Me despidieron. Esta es mi última noche aquí.

Tras el golpe de Estado, el Gobierno Militar había establecido un régimen de estricta vigilancia. Un viaducto, sin embargo, saltó en pedazos una noche matando a veinte miembros de la Armada que viajaban en un bus. Cerca del lugar se halló un escrito: Hasta vencer o morir, firmado por el Grupo de Liberación Popular (GLP).

―Pero, ¿cómo? ¿Por qué? ―pregunta Vélez, fingiendo preocupación. A través de las gafas (que en realidad no necesita) mira de hito en hito a su compañero, que parece buscar la respuesta en el fulgor de las llamas.

―No sé, pero creo que dos nocheros es demasiado para esta obra. Y como tú eres más barato… ―dice Urzúa con la gracia de quien suelta un chiste amargo.

―¡Vamos, es un sueldo de mierda el que te pagan a ti también! Además, tú sabes que yo estaré aquí un par de meses nada más. Tengo que volver al instituto.

―Lo sé, Alfonsín.

―Eres un ejemplo para esta lacra de haraganes, Urzúa. Se lo dije a Gutiérrez cuando pasó revista la semana pasada, ¿eh? Mañana hablaré con él otra vez, amigo; no pueden echarte de aquí.

―Ya firmé el finiquito, muchacho, no te preocupes.

La alarma se había dado a lo largo y ancho del país. La Dirección Nacional de Inteligencia posó la atención sobre un centenar de individuos. Entre ellos (por el hecho de encontrarse a unos dos kilómetros del lugar del estallido, aunque cumpliendo con su rutina de trabajo), Daniel Urzúa Vallejo, de cincuenta y tres años, oriundo de Angosturas, pueblo enclavado hacia el sur, ex profesor universitario de ciencias y ahora cuidador nocturno de una obra en construcción. Decidieron seguirle los pasos. La tarea cayó sobre el alférez Hermann Schiller, quien, bajo el nombre de Alfonso Vélez, debía infiltrase en la obra, ganarse la confianza de Urzúa y averiguar si tenía algún vínculo con el GLP.

―Pero no entiendo, ¿por qué a ti? ―dice Vélez―. El mismo Gutiérrez me dijo que eres bueno. ¿Discutiste con él o algo?

―No, nada de eso.

―¿Entonces?

Urzúa lo piensa.

―¿Sabes, Alfonsín? Con el tiempo he aprendido que muchas personas nacen en este mundo para ser jodidas nada más― su voz parece quebrantarse.

―¿Acaso piensas que alguien te la jugó chueco?

―No me extrañaría, pero, en fin… Quiero olvidarme de eso, ¿sabes?

Schiller lleva cuatro semanas en la operación. El comportamiento de Urzúa todavía no le despierta sospechas. Le parece un tipo sencillo, a veces tímido, proclive a la melancolía. Schiller está al corriente de su vida colmada de problemas.

―No debiste haber firmado, amigo.

―¿Y qué podía hacer? La obra no es mía.

Urzúa parece agarrarse de una tristeza cósmica. El otro entiende que el momento es propicio para guiar la conversación hacia el área de su incumbencia.

―Pero todo se acabará, ¿eh? La injusticia que impuso este gobierno, con esos payasos traidores que tienen repartidos por todas partes, tendrá que llegar a un fin. El pueblo tiene que hacer algo; no podemos seguir con esta vida de perros. ¿Qué opinas?

Urzúa recoge la mirada del fuego. Sus pensamientos se catapultan hacia el pasado, hasta la madrugada en que un bombazo sacudió las ventanas de su vivienda…

Urzúa había salido al jardín, en pijama, con el aliento exacerbado; sus dos hijos y su esposa tras él. A media cuadra diviso el camión militar. En la esquina más cercana, el poste del alumbrado público estaba partido en dos. Poco después, y llegados de todas partes, jaurías de militares irrumpían en las casas. A culatazos sacaban a la calle a hombres, mujeres y niños. Al Jipi del barrio lo pescaron de la barba, entre los gritos desesperados de su madre que pugnaba por arrebatarlo de las garras de los soldados, y lo subieron al camión. Semanas más tarde el joven volvía henchido en moretones, con cinco dedos rotos. Eran miles los detenidos en una cárcel provisoria donde los habían torturado hasta el cansancio y luego obligado a embadurnar las celdas con sus propios excrementos.

―Que se haga lo se que haga, las cosas seguirán igual. Eso opino ―dijo al fin Urzúa.

Schiller cruza los brazos con satisfacción. El sospechoso había mordido el anzuelo de nueva cuenta.

―¿No ves lo que está pasando en todas partes? La gente tiene miedo, Urzúa. Miedo de que un día se metan en sus casas y se lleven a alguien para matarlo. Los militares tenían que haber dejado el poder en cuanto se restableció el orden. Ya van cinco años y ellos siguen ahí. Nada justifica la tortura, los allanamientos, las desapariciones. Dicen que hay democracia y prohíben la oposición, ¿tiene sentido? Hay que luchar por una mejor vida, amigo.

El que se hace llamar Vélez concentra toda su atención en lo que va a decir el otro. Pero Urzúa no replica, sólo mete una mano en su morral y extrae dos manzanas diminutas. Le da una a su compañero y muerde la suya.

―Vitaminas, son buenas en la noche ―asevera.

Cuidando de no desvanecer la inquietud espuria de su rostro, el que se hace llamar Vélez agradece. “No creo que este hombre sea un terrorista”, se dice por vez enésima…

Todas las imágenes que la memoria de Schiller guarda de los tres años precedentes al golpe tienen un fondo gris, como si formaran parte de un otoño perpetuo. Antes, por supuesto, había mucha luz. Su padre trabajaba en uno de los yacimientos de cobre más ricos del país y la familia gozaba de una existencia resplandeciente. Era buen estudiante. Quería entrar a ingeniería, con la certidumbre de que el juego de los contactos le ayudaría a desarrollarse en el rubro de la explotación minera. Todo era cuestión de mantener el ritmo en los estudios y de esperar a que el tiempo pasara. No obstante, las cosas se enturbiaron con el ascenso del gobierno popular. La nacionalización de empresas que dependían de capital extranjero y las reformas laborales estropearon de un zarpazo sus proyectos. Fue ganando terreno la decadencia y el fracaso terminó por convertirse en una sombra que acechaba a todos por igual. Al cabo de un año no había presente ni futuro para nadie. Y fue difícil concentrarse en clases con el estómago medio vacío. Había que salir de casa a las dos de la mañana y acoplarse a la muchedumbre que, para conseguir alimento, a veces aguantaba hasta nueve horas delante de una tienda. Únicamente podían comprar tres piezas de pan por familia, un paquete de espagueti y un sobre de sopa instantánea. A veces un cuarto de leche en polvo, cinco tomates o cinco manzanas y un octavo de azúcar. Todo eso debía alcanzar para tres días, sin importar que la familia estuviese compuesta por dos o catorce personas. Quién perdiera la libreta de sus raciones ―que el tendero firmaba cada vez que les vendía algo― se quedaba sin nada. Había que cuidar el gas, el agua y todo. La luz eléctrica se ocupaba sólo cuando era necesario buscar algo en la oscuridad. Juntaban las semillas de los frutos y las plantaban en el jardín, esperando que la mata resultante ayudara a menguar un poco el hambre. Si en la calle se encontraba una tabla, algún cajón, un trozo de durmiente, se aprovechaba para cocinar o batallar contra el invierno. De alguna forma había que poner fin a la situación. Aunque también rayaba en el milagro que una semana después del golpe los supermercados estuvieran repletos de comestibles. Muchos especularon, y con razón: ¿Podría la escasez haber sido provocada por la clase alta en complicidad con el Imperio? Quizás. Pero, sea cual fuere la verdad, él ya había tomado una decisión. El golpe había sido factor determinante: entraría a una de las instituciones castrenses para ayudar a que nunca se repitieran esos tres años de imágenes grises.

―Entonces, ¿qué vas a hacer, Urzúa? ―dice cortando de improviso el flujo de sus recuerdos― ¿Volverás a Angusturas?

―Es lo único que me queda.

―Al menos estarás con tu familia.

―Sí, al menos ―responde Urzúa, oyendo el traqueteo lejano de un vehículo.

―¿No puedes quedarte unos días más para buscar trabajo de profesor? Quizás te vaya bien, ¿eh? Sería mucho mejor que trabajar en este cochinero.

―Hay más de tres mil profesores sin trabajo en esta ciudad, Alfonsín. ¿Qué posibilidades puede tener un viejo de provincia?

―Y en el sur, ¿crees que puedas volver a dar clases?

―Ya lo intenté, un millón de veces, pero nada…

―No lo entiendo. No eres de los que buscan problemas, eres responsable. ¿Qué pasó en el sur?

Urzúa se rasca un pómulo. Va más de un año que la pregunta le revuelve el mate… ¿Qué pasó? ¿Poco esfuerzo y falta de compromiso como se lo habían querido hacer creer?

―Es fácil discernirlo cuando se analiza en profundidad, Alfonsín. Me jodieron los de arriba, nada más.

El que se hace llamar Vélez piensa por un instante. Luego suelta la pregunta:

―Entonces, ¿estás de acuerdo conmigo en que no podemos seguir así?

Urzúa parece caer en un abismo de reflexiones. Mira a su compañero como si entre la sombra y el humo estudiara los detalles de su fisonomía.

―No, no estoy de acuerdo.

Vélez quiere añadir algo, pero ataja su impulso. Tiene que pensar mejor sus preguntas. Además, es hora de efectuar la cuarta ronda de vigilancia por el circuito.

―Voy a hacer la cuarta ―dice con fingida apatía. Levanta el cuello de su abrigo hasta taparse las orejas. Saca una linterna de un bolsillo y la enciende. Baja hacia el primer piso. Sortea zanjas, cúmulos de arena y bloques celulares sin terminar. Llega al farol, que por lo alto exhibe un revoloteo de bichos noctámbulos, e inicia la ronda junto a la cerca del recinto. En el trayecto piensa en cómo seguir dándole cuerda de manera productiva a la conversación con Urzúa. El objetivo radica en conseguir información y no lo está logrando. De tener suerte lo esperaría el reconocimiento de sus mayores, quizá una medalla, un ascenso o a tal vez nada. Para él, de todos modos, sería suficiente con el orgullo de haber realizado un trabajo irreprochable. Al concluir la ronda, toma un par de listones rotos de la piramidal de escombros que se alza a un costado de la bodega y vuelve adonde se encuentra Urzúa.

―Al menos antes de la dictadura éramos todos iguales, todos teníamos una oportunidad ―aduce con firmeza mientras arroja un trozo de listón al fuego―. Era un buen ideal que no resultó por culpa de unos cerdos, pero el fracaso nos puede servir de experiencia para volverlo a intentar, ¿me entiendes?

Urzúa escamotea las manos en los bolsillos de su abrigo. Mira al frente. No puede verla, pero sabe que allá, a lo lejos, sumergida en el aire oscuro, se alarga la línea del tren que va al sur, cerca de las torres de alta tensión que bordean los suburbios.

―Siempre tocas el mismo tema. ¿Qué quieres que te diga?

El que se hace llamar Vélez decide ir al grano:

―¿De qué parte estás, Urzúa?

―¿Tan importante es para ti?

―Sí, es importante.

―Bien, entonces, te contaré algo que te dejará clara mi postura.

El infiltrado asiente. Pone todos sus sentidos que lo que va a decir su compañero.

―Pues bien, con el régimen anterior, como sabes, el pueblo era dueño absoluto de las empresas. De todos los bienes del país, en realidad. Las jornadas eran más cortas, los sueldos mejores y teníamos beneficios como nunca antes. Eso fue justamente lo que le hizo mal al pueblo, Alfonsín. No estábamos preparados para algo tan bueno. ¿Has oído hablar de la CCU?

―La Compañía de Cervecerías Unidas, claro ―afirma Vélez.

―Pues bien, ahí los trabajadores comenzaban la jornada a las ocho de la mañana y a eso del mediodía casi todos estaban borrachos. Producían a media capacidad. Cuando los responsables de la empresa prohibieron el consumo de alcohol en horas de trabajo, empezaron las huelgas (Vélez adopta un rictus de suspicacia). Sí, Alfonsín, por ridículo o increíble que te parezca, así fue. Y nadie podía tocar a los trabajadores porque eran, literalmente, dueños de la empresa. En el primer año de gobierno popular la CCU quebró y lo mismo pasó con un montón de empresas más. Eso tenía que acabar. Hoy lloramos. Decimos que hay injusticia, opresión, pero no somos capaces de aceptar que la culpa de no haber cuidado nuestra libertad, ni la chance de hacer algo hermoso de este país, fue nuestra.

Un trozo de leña crepita. El que se hace llamar Vélez parece abstraído en el eco de las últimas palabras de Urzúa. Y por fin tiene el panorama claro: “Urzúa sólo es un tipo con mala suerte”, se dice. “Y, a pesar de todo, es noble”. Comienza a sentir lástima por él. “No puede ser el terrorista que buscamos. Definitivamente, no hay nada que lo inculpe, ni siquiera como opositor. A esta altura yo debería tener alguna pista, pero no, no encuentro ninguna”. En unas horas más lo comunicará a sus mayores y la misión quedaría cerrada. “Entonces, habría que reanudar la búsqueda en otra dirección. Pero, ¿por qué se ha estado sospechando de este hombre? Quizás porque a fin de cuentas Urzúa tiene razón: algunos sólo nacen para ser jodidos en este mundo”.

De ahí en adelante la conversación deriva en temas menos sustanciales. De vez en cuando Urzúa, como quien se empeña en destapar el caño del desagüe, habla de sus desgracias: la mujer enferma en Angosturas, el hijo que no quiere estudiar más, las deudas inacabables…

Por fin el amanecer despunta.

―Voy a tener que irme temprano hoy, tengo un par de cosillas que hacer ―dice el militar, acomodándose las gafas sobre el tabique de la nariz.

―Como quieras, Alfonsín.

―Bueno, te deseo la mejor suerte del mundo. Ojalá nos encontremos algún día.

―Sí. Fue un gusto grande trabajar contigo, amigo.

Se abrazan. El joven da media vuelta y enfila en dirección a la escalinata. Comienza a bajar.

―¡Oye! ―le dice Urzúa, de improviso.

―¿Sí?

―Tienes cabeza, ¿sabes? Deberías hacer algo mejor que andar comiendo polvo en lugares como este.

Schiller sonríe.

―Para eso estudio, Urzúa.

―Ah, claro. Es verdad… para eso estudias.

Desde lo alto, Urzúa lo ve llegar al portón. Respira tranquilo al perderlo de vista. Da gracias a Gutiérrez, el ser omnipotente de la obra, por haberlo despedido y piensa en que ya es tiempo de hacer algo mucho más grande de lo que se ha hecho hasta ahora para acabar con la dictadura. Pero sin volar puentes ni matar soldados. En el futuro, ese no será su estilo de lucha.