El Presidente

in #steemitlatino20 hours ago (edited)

La Sombra en la Finca

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En las verdes lomas del campo antioqueño, donde el olor a café recién tostado se pega a la piel como un secreto, se levantaba la Finca El Café Bendito. Rodeada por las viejas propiedades que alguna vez fueron de Griselda Blanco, la temida "Madrina" del cartel de Medellín, la finca parecía un pedacito de paraíso paisa: vacas pastando tranquilas, cafetales cargados y un silencio que solo rompían los pájaros. Pero debajo de esa calma aparente latía el centro de un imperio que nadie podía tocar. Nadie conocía la cara ni el nombre verdadero del hombre que lo mandaba. Lo llamaban "El Presidente", un fantasma que movía los hilos del narcotráfico desde las sombras.
Nicolas Gomes era su nombre real, guardado con más celo que un tesoro enterrado. Veinticinco años construyendo poder sin que nadie le viera el rostro, con rutas submarinas, alianzas mexicanas y una red de leales que darían la vida por él. Pero hace diez meses, una nota anónima en la prensa colombiana había destapado que existía un nuevo capo invisible. Sin fotos, sin nombres, solo rumores que lo señalaban como el rey actual. Desde entonces, el Ejército y la DEA lo buscaban como perros de caza.
Esa mañana, la niebla envolvía la finca como un velo espeso, cargado de presagios. Nicolas, un hombre recio de cincuenta y tantos, con ojos que no parpadeaban ante nada, miraba por la ventana de la casa principal. Vestía camisa de cuadros sencilla, como cualquier campesino, pero su cabeza no paraba de calcular escapes imposibles. A su lado, Maria Elena, su esposa, apretaba el rosario con los nudillos blancos, el pecho subiendo y bajando en respiraciones cortas. De sus tres hijos, solo Alejandro, el mayor de veinticinco, estaba allí, ya metido hasta el cuello en el negocio, con la mandíbula tensa y las venas del cuello hinchadas. Los otros dos, Mateo de quince y Lucia de trece, vivían lejos, con los abuelos en una finca perdida de Boyacá, protegidos del veneno que era la vida de su padre. "Que Dios los cuide", murmuraba Maria Elena una y otra vez.
El celular vibró como un aviso del diablo. Número desconocido. Nicolas contestó con voz baja y seca, el corazón latiéndole en los oídos.
—¿Aló?
Una voz ronca, distorsionada, como salida de un pozo: —Presidente, vienen por vos. Camiones y helicópteros. Tienen minutos, parce. ¡Desaparezca ya, que esta vez van en serio!
Colgó. El sudor le corrió frío por la espalda. La niebla se rompía en el horizonte: el rugido lejano de motores diesel retumbaba como truenos, camiones blindados irrumpiendo por las tranqueras, levantando nubes de polvo rojo que ahogaban el aire. Arriba, helicópteros Black Hawk cortaban el cielo con rotores ensordecedores, sombras negras descendiendo como buitres. Soldados saltaban en rapel, botas pesadas pisando la tierra húmeda, megáfonos tronando: "¡Todos al suelo! ¡Ríndanse! ¡Salgan con las manos en la cabeza, gonorrea!"
El pánico era un nudo en la garganta de todos. Nicolas giró hacia los suyos, reunidos en la sala, los rostros pálidos como fantasmas.
—¡Vamos, que se nos vienen encima, carajo! —gritó, la voz quebrándose por primera vez, un trueno de pura adrenalina—. ¡El Chino, activa el plan ya! ¡Araña, Tormenta, cubran la salida con lo que sea! ¡Alejandro, agarra a tu mamá y no mires pa' atrás! ¡Muévete, parce, o nos joden vivos!
El Chino, flaco y con cicatrices que parecían mapas de guerras pasadas, asintió temblando, las manos volando sobre la radio: —¡Sí, jefe! ¡Todos a posiciones, que ya se oyen los hijueputas!
La Araña, menuda, con ojos que veían hasta el alma, tragó saliva pero sonrió con frialdad mientras revisaba su pistola, el dedo índice blanco sobre el gatillo. —Tranquilo, jefe... Si se pegan mucho, les tejo una red que no salen ni en sueños. Pero... ¿y si nos rodean del todo?
La Tormenta, fuerte como un toro, con el pelo corto y una cicatriz en la mejilla, cargó su fusil con manos que traicionaban su bravura, sudando a chorros. —¡Que vengan los malparidos! Los... los detengo aquí mismo. Pero jefe, el ruido... ya están por todos lados, ¡oigo las botas!
Maria Elena sollozaba, aferrándose a Alejandro, que la arrastraba casi. —¿Y Mateo y Lucia? ¡Virgencita, con los abuelos... si nos cogen, ¿qué les pasa a ellos? ¡No puedo respirar, Nicolas!
—¡Calla y corre, mi amor! ¡No los tocan, te lo juro por mi vida! —rugió Nicolas, empujándolos hacia la puerta trasera, el corazón martilleándole como un tambor de guerra.
Salieron en estampida por entre los cafetales, el aire espeso de tensión, cada hoja crujiendo como un chivato. Afuera, el caos se cerraba: camiones bloqueando todos los caminos, soldados barriendo los potreros con linternas y perros ladrando furiosos, helicópteros iluminando la finca con reflectores cegadores que barrían como ojos demoníacos. Voces gritando órdenes: "¡Revisen los galpones! ¡El cabrón debe estar cerca!" El cerco se apretaba, el tiempo se acababa, el aliento les quemaba los pulmones.
Llegaron jadeando, con las piernas ardiendo, al borde de un cafetal antiguo, donde crecía un ceibo gigantesco, un árbol sagrado para los paisas, con raíces gruesas que se hundían en la tierra como dedos de gigante retorcidos. Nadie, ni los trabajadores más antiguos de la finca, ni los soldados que ahora pisoteaban metros más allá, imaginaba lo que escondía ese árbol. Una de las raíces principales, la más gruesa y nudosa, tenía una sección falsa: un panel camuflado con corteza artificial, tierra y musgo real, que se abría solo con la huella dactilar de Nicolas y un código susurrado —"Café Bendito eterno"— activando un mecanismo hidráulico silencioso. La raíz se deslizó lateralmente con un zumbido casi inaudible, revelando una escalera metálica en espiral que bajaba a las entrañas de la tierra. El árbol vivo servía de techo natural impenetrable, raíces verdaderas disimulando todo, ventilación saliendo por "nidos" en el tronco que ningún ojo humano notaría.
—¡Adentro, ¡rápido, por la madre de Dios! —siseó Nicolas, empujando a Maria Elena primero, que bajaba llorando en silencio.
Alejandro cubría la entrada, ojos desorbitados viendo sombras de soldados a cien metros, linternas barriendo el cafetal. La Araña y La Tormenta entraron últimas, conteniendo la respiración, el fusil de Tormenta raspando la tierra. La raíz se cerró con un clic suave, como un suspiro, dejando el ceibo impasible, solo con hojas temblando por el viento.
Abajo, las luces LED parpadearon a la vida en el bunker: pasillos limpios y fríos, cuartos con camas duras, comida enlatada para meses, radios encriptadas, pantallas mostrando la finca en vivo desde cámaras ocultas. Arriba, la frustración explotaba como una olla a presión. Soldados pateaban puertas de la casa principal, volteaban colchones, revolvían cajones vacíos de documentos falsos. El general, un tipo curtido con venas en las sienes, bramaba rojo de rabia, escupiendo al suelo: "¡Imbéciles! ¡Casa por casa, galpón por galpón, ¡revisen hasta el último hueco de mierda! ¿Dónde carajos se metió el hijo de puta? ¡No puede haberse evaporado, gonorrea! ¡Traigan los perros, excaven si hace falta!"
Registraban la represa ganadera, pinchaban el barro con palas, inspeccionaban pesebreras y hasta rodeaban el ceibo con linternas, un soldado pateando una raíz expuesta: "¿Qué es esta vaina? ¡Nada, mi general, solo un árbol viejo!" Voces de radio crepitando: "Negativo en el sector norte... negativo en el sur... el cabrón nos la jugó otra vez". El general golpeaba el capó de un camión, maldiciendo: "¡Diez meses detrás de este fantasma y ¡nada! ¡Me cago en su madre!"
Abajo, el grupo se derrumbó en sillas, respiraciones entrecortadas, el silencio roto solo por goteras lejanas. Nicolas se sentó en la silla principal, prendió un cigarro con manos que al fin temblaban, exhalando humo como si soltara el alma. El sudor les chorreaba, caras blancas como cal.
—¿Quién carajos llamó, papá? —preguntó Alejandro, voz ronca, limpiándose la cara con la manga—. ¿Un traidor o un santo?
—No sé, hijo, pero nos salvó el rabo —respondió Nicolas, voz cascada, mirando las pantallas donde los soldados se volvían locos de impotencia—. Esa nota en la prensa hace diez meses nos puso en la mira, pero no saben una mierda de verdad. Algún día cazamos al hijueputa que filtró.
La Araña, pegada a los monitores, soltó una risa nerviosa, aún con el corazón a mil. —Mire, jefe... están como gallinas sin cabeza. Revisan la represa, el ceibo... tocan la raíz y ¡nada! Ni en sueños se les ocurre.
La Tormenta, desplomada contra la pared, rifle en el regazo, se pasó la mano por la cicatriz, ojos vidriosos. —Estuvimos a un pelo, parce... Oía sus botas, ¡pensé que nos olían! Pero aquí estamos, vivos. ¡Bendito ceibo!
Maria Elena, acurrucada en un rincón, rezaba entre sollozos ahogados, el rosario mojado de lágrimas: —Virgencita del Carmen, gracias... cuida a Mateo y a Lucia con los abuelos en Boyacá. Que nunca sepan este infierno, que nunca vengan por ellos...
Nicolas miró a su gente, a su familia destrozada por el miedo pero entera. El peso del imperio le aplastaba el pecho como una losa, pero también avivaba el fuego en sus ojos.
—Esto no se acaba aquí, parceros —dijo, la voz recuperando acero, apagando el cigarro—. Vamos a salir de este hueco más cabrones que nunca. El Presidente no se rinde. La cacería apenas empieza, y esta vez, ellos van a correr.
En lo profundo de la tierra, bajo las raíces del ceibo que burló a un ejército entero, Nicolas Gomes planeaba su regreso. El narco no muere fácil. Renace de las sombras, más letal que nunca......

Continuara