Gran finale
Rubén se separa de su mesa, atrapa algo en el aire, respira hondo, largo, tendido en el espacio que lo separa de su tabla de operaciones, de su concierto, de su locura. Sentado frente a la ventana grande que da a la calle, en su casa sombría, sonríe como la luna le sonríe al hombre menguante, infla pecho, desinfla. Procede y da una palmada ruidosa, soba después de la comezón. Una tabla con interruptores colocada a su disposición. Se ven botones, pulsadores, potenciómetros, ordenados en fila según el ánimo del compositor. Se ríe Rubén de su gracia. Comienza con un pequeño temblor diminuto en el dedo índice de la mano derecha sobre un pulsador al borde de la tabla mágica. La licuadora - si se camina a la velocidad de la luz, derecho detrás de él como unos cinco metros y se da vuelta a la izquierda otros cuatro, nos paramos en la cocina y vemos al mesón donde está el lavaplatos, entre éste y el costado de la nevera - se enciende. Ríe corto. Afloja los dedos como en demostración de lo que viene. Mueve el cuello y suena. Asiente para sí. Comienza el concierto estruendo de ruido y falto de sentido donde las luces prenden y apagan, donde el televisor habla lo que le dejan, donde el microondas arranca y se detiene. Protectores, aparatos eléctricos, lámparas ahogan sus particulares ruidos en la comilona de energía que Rubén dirige magnífico desde su mágica tabla con cables interminables extendidos hacia los lados que se reparten por la casa como la extrema trampa de una viuda de muchas patas. El escándalo en los segundos del despelote. La pelota, el color de la multiplicidad de la música – o canto visceral de cochinos, cada quien con sus gustos – se extendía en su rostro echado hacía atrás, con ojos cerrados y lágrimas salientes. La casa parecía un mechurio de encendido y apagado incandescente, hasta que el mutis repentino llegó. Quedó la silueta de Rubén en la consternación de lo oscuro. El sudor de su rostro – opacado, restregado en la sorpresa del apagón – parecía evaporarse por la rabia. Aprieta los dientes y se levanta abrupto de la silla. Ella cae en el suelo sin remedio. Debajo de la mesa mete la mano el hombre. El hacha surge como herramienta fundamental. No vocifera, emite sonidos inteligibles con los dientes inseparables. Los pasos suenan, la herramienta se mueve al vaivén del brazo que la sostiene firme como si no pesara un coño. Pasa la cocina, adiós le dicen la licuadora, la nevera, el microondas, el tostiarepas. Abre la puerta del garaje vacío. Se para junto con la respiración incesante, mete pecho saca pecho, mientras piensa en abrir el cajetín. Cuando lo hace recuerda que no trajo la linterna. El ademán propio de que no importa. Afila sus ojos y sus dedos como pinzas se arriesgan a meterse donde no deben. Se retraen por el calor del interior de aquel aparato sufrido. Rubén, ira incólume, va levantando el hacha en dos manos mientras una luz blanca emerge del cajetín y le cubre el cuerpo con su haz dándole la postura pugnante del ejecutor de la medida cruel. Bajan los brazos con velocidad de estruendo y queda aquel hombre pegado en el baile sin sentido. Afuera una pareja viene entrando a su casa, viendo como si nada la casa de Rubén de la que salen ruidos raros. Entran sin pararle bola a nada apagando la luz del porche porque ya era hora de dormir.
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