Gilbert Weasley invitó a sus primas más pequeñas a visitar el planetario que tenía en su oficina. Las tres chicas observaban los orbes girando según el momento causado por las tuercas accionadas por el mismo Gilbert o por Ernest Miller, su profesor de astronomía, quien lo veía tomar notas de los resultados.

—No me gusta esto —dijo Julian Moore, el padre de las pequeñas, mirando a su sobrino con desdén y crítica.

Weasley tronó sus muelas y se mordió la lengua antes de proceder a inventar una respuesta.

—A las niñas les gusta —argumentó procurando no dejarse llevar por el fastidio que sentía.

—No es bueno que ellas vean esto. No les va a servir de nada.

—A mí me sirvió. De pequeño me aprendí los nombres de los planetas y heme aquí.

—Pero ellas no van a ser astrónomas.

—Pero sabrán cosas que la mayoría de las mujeres no. Mi madre lo sabía y me apoyó en mis estudios.

—Aún así, no creo que lo necesiten. La Biblia no dice que las mujeres deban saber de estas cosas.

Guillaume Lacroix y Miguel Lésper, becarios del profesor Miller y aspirantes a catedráticos, suspiraban de fastidio. Este último cubría su cara por la irritación. Los dos hombres fijaron su vista en el sol decrecido a una escala humanamente manejable.

—Los antiguos habitantes de este continente creían en el sol y la luna como si estos fuesen sus deidades creadoras. También, si mal no me acuerdo, los nativos de las Américas compartían creencias similares.

—¿Y? ¿Cuál es tu punto?

—El punto es que las niñas pueden leer lo que quieran y que los astros son más reales que el Dios de tu libro.

Weasley dijo las últimas palabras de ese contraargumento elevando el tono.

Merde, murmuró Lacroix.

Entendí eso, pensó Lésper. Ya falta poco para que se agarren.

El profesor Miller observaba a Moore con interés. Toda la conversación estaba hecha con la intención de provocar molestias.

—Te vas a ir al infierno por esto.

—¿Qué? ¿Nos iremos juntos?

—No, yo iré al Paraíso y tú al infierno.

—Bueno, como dijiste que me iré al infierno creí que estarías conmigo, porque no hay nada más molesto que tener que compartir espacio contigo.

Nadie recuerda bien lo ocurrido después de esa última frase. Un escándalo de gritos, golpes e improperios que hicieron eco dentro del aula del planetario borraron todo recuerdo inmediato.

Lésper y Lacroix esperaron en la entrada del aula junto a las niñas, esperando a que llegara su progenitora. Todo esto a órdenes de Miller.

—Bueno, franchute —dijo Lésper— me debes dos galeones. El aludido se sacó dos monedas pesadas de los bolsillos y, mientras su compañero sonreía de felicidad, él murmuraba maldiciones por no poder prever el resultado de la discusión.